El Adviento es como un camino. Inicia en
un momento del año, avanza por etapas progresivas, se dirige a una
meta.
Llega la invitación a ponernos en marcha. ¿Quién invita? ¿Desde
dónde iniciamos a caminar? ¿Hacia qué meta hemos de dirigir nuestros
pasos?
La invitación llega desde muy lejos. La historia humana comenzó a
partir de un acto de amor divino: “Hagamos al hombre”. El amor daba inicio a la
vida.
Ese acto magnífico se vio turbado por la respuesta del hombre, por
un pecado que significó una tragedia cósmica. Dios, a pesar de todo, no
interrumpió su Amor apasionado y fiel. Prometió que vendría el Mesías.
La
humanidad entera fue invitada a la espera. El Pueblo escogido, el Israel de
Dios, recibió nuevos avisos, oteó que el Mesías llegaría en algún momento de la
historia. El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor iba a cumplir,
pronto, su promesa.
Esa invitación llega ahora a mi vida. También yo
espero salir de mi pecado. También yo necesito sentir el Amor divino que me
acompaña en la hora de la prueba. También yo escucho una voz profunda que me
pide dejar el egoísmo para dedicarme a servir a mis hermanos.
¿Desde
dónde comienzo este camino? Quizá desde la tibieza de un cristianismo apagado y
pobre. Quizá desde odios profundos hacia quien me hizo daño. Quizá desde
pasiones innobles que me llevan a caer continuamente en el pecado. Quizá desde
la tristeza por ver tan poco amor y tantas promesas fracasadas.
La voz
vuelve a llamar. En el desierto del mundo, en la soledad de la multitud urbana,
en la calma de la noche invadida por los ruidos, en las risas de una fiesta sin
sentido... La voz pide, suplica, espera que dé un primer paso, que abra el
Evangelio, que escuche la voz de Juan el Bautista, que abandone injusticias y
perezas, que mira hacia delante.
El Salvador llega. Juan lo anuncia. La
voz que suena en el desierto llega hasta nosotros: “El tiempo se ha cumplido y
el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc
1,15-16).
Autor: P. Fernando Pascual L.C.
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