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martes, 24 de junio de 2014
El "sí" de María y el "sí" de cada hombre y mujer
María y una pregunta de Jesús…
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Monseñor Andrés Morello
HOMILÍA EN LA FIESTA
DE PENTECOSTÉS
Monseñor Andrés Morello
Compañía de Jesús y de María
Dios permite nuevamente que podamos celebrar en esta capilla la Festividad de Pentecostés.
Es una fiesta tan importante como saben Ustedes que junto con la Navidad y con la Pascua encierran una octava. La Iglesia repite durante ocho días, los ocho días siguientes, Misas en honor al Espíritu Santo como hace lo mismo después de la Navidad y después de la Pascua.
Las tres personas de la Santísima Trinidad son cercanísimas al alma de los cristianos. Son cercanísimas desde la primera bendición que se recibe en el Bautismo hasta la última que se recibe el día de la muerte. Esas tres personas son más íntimas a nuestra alma a nuestro corazón, que nosotros mismos; de alguna manera como si toda nuestra vida se pasara dentro por así decirlo rodeados por las Personas de la Santísima Trinidad y es por eso que San Pablo ha dicho en uno de sus discursos “In ipso movemur et summus” “Nosotros en Él somos y nos movemos” como si de alguna manera deambuláramos o nos moviéramos dentro de Dios.
Aun siendo tan estrecha esa cercanía que tiene la Santísima Trinidad con el alma en Gracia. Aun así nosotros a Dios lo conocemos casi nada, es algo así como querer mirar una montaña desde abajo y querer abarcarla por completo. Tanto nos supera y tan infinito es, tan grande respecto a nosotros. Por eso que también San Pablo ha dicho que nosotros contemplamos ahora a Dios “quasi in speculo” “como en un espejo”, como si viéramos apenas un reflejito de lo que Dios es y que un día, el día que lo podamos ver cara a cara lo conoceremos como somos conocidos por Él ahora, como Él nos mira desde el Cielo.
Mientras tanto, mientras estamos en esta vida, mientras no podamos contemplar a Dios cara a cara, los hombres pasamos la vida como un ciego, tanteando, tocando apenas un poquito lo que Dios es. Esto vale para todo Dios, quiero decir que esto vale para las tres Personas de la Santísima Trinidad. Nosotros a Dios Padre podemos conocerlo por la creación que vemos. ¿A qué voy? Hay una frase que siempre decimos en filosofía y que es de sentido común: “Nadie da lo que no tiene”, es decir todo aquello que nosotros contemplamos de bueno o de perfecto en la creación tiene que haberlo dado Dios. Para poder darlo tiene que haberlo tenido y tenerlo todavía. Entonces toda la belleza que encontramos en lo creado, todo el orden que encontramos allí, la armonía y aún el amor que puede haber encerrado en los corazones más grandes de los hombres de esta tierra, todo eso lo tiene Dios, lo tiene Dios Padre y lo tiene hasta el infinito.
Del Hijo de Dios conocemos más. Es como si el Evangelio nos fuera llevando de la mano, donde vemos nosotros desde su Encarnación hasta su Ascensión a los Cielos, donde vemos toda su vida, toda su Pasión, sus portentos, sus milagros, su amor hasta el extremo y es allí donde conocemos es allí donde conocemos esa figura cautivante que a todos nos ha llamado la atención, su Corazón lleno de amor por nosotros.
Ahora bien, eso sabemos del Padre y eso sabemos del Hijo. Pero delante del Espíritu Santo aunque nosotros lo adoremos y aunque confesemos y le amemos como miembro de la Santísima Trinidad, aún allí nos frena nuestra propia realidad, nos frena nuestra humanidad, nuestra materia, que limita nuestro conocimiento. El Espíritu Santo no ha tomado un rostro como hizo Jesús. No vemos sus obras, como la creación material de Dios Padre, no vemos lo que Él hace, como podemos contemplar la hermosura creada por Dios o los milagros de Jesucristo. Y sin embargo el Espíritu Santo estuvo presente en todo eso, porque dice el Génesis “Spiritus Domini ferebatur super aquas” “El Espíritu de Dios planeaba sobre las aguas”. Y cuando Nuestro Señor fue bautizado en el Jordán, dice “Spiritus aparuit super eum ut columba” “Apareció sobre Él el Espíritu como una paloma”, es decir que en todas esas hermosas obras de la creación estuvo el Espíritu Santo y en toda la vida de Cristo también estuvo Él.
Cuando nosotros queremos conocer a un hombre, cuando queremos saber cómo es, miramos su figura, miramos su andar, miramos como habla, qué es lo que dice, tratamos de mirar su rostro, de conocer su mirada, sus expresiones. Lo más difícil para conocer a un hombre no es conocer el exterior sino conocer su alma, aquel misterio de saber cómo es dentro suyo, qué piensa, qué busca, qué ama, por qué lo hace, con cuánto amor lo hace.
De igual manera, ese misterio de las almas, apenas llegan a conocerlo los papás de sus hijos, los hijos de sus papás, los amigos o el confesor.
Así nos pasa a nosotros con el Espíritu Santo. Nosotros no tenemos un Sudario como tenemos del rostro de Cristo para saber cómo fue. No tenemos de Él las huellas materiales de la creación. Sólo tenemos lo que hace en las almas, lo que hace en la Iglesia, lo que hace en los sacramentos o en los Ángeles. Son todas cosas espirituales y demasiado elevadas o luminosas para nuestros ojos creados.
Digamos entonces algo que nos permita a nosotros imaginar un poco, entender un poco cómo es el Espíritu Santo.
Cuando el profeta Elías estaba encerrado en una caverna, para cobijarse, él vio pasar a Dios. Dice la Sagrada Escritura que “pasó primero un viento huracanado y allí no estaba Dios”, que “pasó un torbellino y tampoco estaba allí”, “que pasó luego una brisa suave y allí estaba Dios y el profeta pudo verlo de espaldas”; es decir apenas pudo en medio de ese milagro, el profeta, barruntar, imaginar un poquitito, entender un poco como era Dios.
A nosotros de otra manera nos pasan cosas semejantes. Las almas, a veces sienten a Dios cerca. A veces las almas se mueven a fervor, a devoción, a veces siente uno la necesidad de arrepentirse o el deseo de ser bueno o de corresponder al amor de Dios e inclusive al amor de los demás. Esos deseos grandes que siente a veces al alma, uno sabe que no nacen de uno mismo. ¿Por qué sabemos eso? Porque si no nacerían siempre. Si fueran nuestros siempre los tendríamos como tenemos la mano, y eso aparece solamente a veces en nuestras almas o en nuestros corazones. Uno siente, uno los siente como nuevos, como demasiado hondos, como demasiado llenos. Es allí donde está la acción invisible del Espíritu Santo en las almas.
Cuando San Bernardo habla de las visitas del Verbo de Dios a su alma, dice, que él conoció la llegada del Verbo de Dios por la corrección de sus faltas ocultas. Como si el Hijo de Dios al venir a su alma fuera acomodando su corazón embelleciéndolo, limpiándolo, haciéndolo cada día más bueno.
Eso que pasa privadamente en cada alma, eso pasa en toda la Iglesia, en cada Sacramento cuando la Iglesia lo confiere a las almas, en cada absolución que borra los pecados, en cada bendición que mueve los corazones, en cada comunión que hace más bueno o en el misterio de cada Misa cuando con poquitas palabras el Sacerdote hace descender Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo sobre los altares.
Ahora bien, eso ha pasado a lo largo de la historia de la iglesia durante más de dos mil años. Durante dos mil años, más, la Iglesia ha enseñado la misma Fe, la misma Moral aunque le han matado a sus hijos por millones para impedir que ella siguiera enseñando esa Fe y esa Moral. Más aún, más la persiguieron más firme se mostró. En cada época en medio de los problemas más graves de la humanidad aparecieron santos, religiosos, religiosas, monjes, todos cantando una canción distinta a la que cantaba el mundo. Más todavía, no ha habido ilación, concatenación, unión suficiente entre unos y otros, a veces esa herencia que unos recibieron de otros casi no se vio, como pasa ahora, y la herencia sigue y sigue el deseo de ser buenos, el deseo de copiar a Cristo, el deseo de amar a Dios, de reconocer que hay un solo Dios verdadero y que es el único al que podemos adorar.
Hace ya muchos años cuando los revolucionarios en Francia mataban a los católicos durante la revolución que llamamos francesa, al llegar ellos, los republicanos, a aquel Carmelo de las hermanitas de Compeigne, se conoce la discusión que tuvo el republicano, el comisario con la Madre Priora. En esa conversación, el republicano le dice a la monja “vamos a destruir todos los Carmelos”. ¿Qué contestó la hermanita? “Cada monja, cada carmelita es un monasterio”. Pues bien, podríamos decir que por la obra del Espíritu Santo, cada cristiano es una capilla, cada monje, cada sacerdote, cada religioso es como una imagen viva de esa Fe que nosotros tenemos y que no pensamos dejar. Todo eso es fruto del Espíritu Santo y eso nos hace imaginar o comprender un poco cuánto puede el Espíritu de Dios. Es de ese Espíritu que decíamos que planeaba sobre las aguas en la creación, el que apareció sobre Nuestro Señor en el Jordán, Aquél mismo que el Ángel le dijo a la Virgen María “Te cubrirá con su sombra” y ese Espíritu Santo al cubrirla con su sombra ¿Qué fue lo que hizo? Que una criatura llegara a ser Madre de Dios. Que una Virgen siguiendo siendo virgen pudiera ser Madre y que esa Madre siguiera siendo virgen para toda la eternidad.
Ese mismo Espíritu Santo es el que hoy apareció sobre los Apósteles el día de Pentecostés en el Cenáculo y comenzaron a hablar. “Coeperunt loqui”. Empezaron a predicar y esa predicación de hace dos mil años no termina, no se acaba, no hay manera como el mundo pueda sofocar la voz de aquellos que siguen confesando el nombre de Dios.
Con Dios pasa como con los hombres. Cuanto más dócil es un hijo más fácil es educarlo. ¿Qué hay que hacer entonces? “Para que el mundo sepa que amo al Padre” -Son las últimas palabras del Evangelio de la Misa- “Para que el mundo sepa que amo al Padre Yo hago lo que Él me mandó”. Pues bien, para que el mundo sepa que amamos a Dios, para que el mundo sepa que creemos en el Espíritu Santo hagamos lo que Dios nos mandó. Ese es el proyecto de toda la vida cristiana y de toda la vida monástica o de la vida religiosa, hacer lo mandado, ser dóciles a Dios que Él se encargará, Él sabrá, así como hizo el mundo, sabrá cómo modelar nuestras almas para hacerlas cada día mejores.
Pidamos a María Santísima que Ella nos consiga el ser buenos alumnos de esta escuela divina. Dice una frase en la Escritura: “Et erunt omnes docibiles Dei” “Serán todos enseñables por Dios”. Eso es lo que queremos, que Dios nos enseñe, que Él vaya modelando en nuestras almas, que haga en nuestros corazones lo que Él ha soñado para nosotros y que así nosotros podamos cumplirle a Dios.
Ave María Purísima.
DE PENTECOSTÉS
Monseñor Andrés Morello
Compañía de Jesús y de María
Dios permite nuevamente que podamos celebrar en esta capilla la Festividad de Pentecostés.
Es una fiesta tan importante como saben Ustedes que junto con la Navidad y con la Pascua encierran una octava. La Iglesia repite durante ocho días, los ocho días siguientes, Misas en honor al Espíritu Santo como hace lo mismo después de la Navidad y después de la Pascua.
Las tres personas de la Santísima Trinidad son cercanísimas al alma de los cristianos. Son cercanísimas desde la primera bendición que se recibe en el Bautismo hasta la última que se recibe el día de la muerte. Esas tres personas son más íntimas a nuestra alma a nuestro corazón, que nosotros mismos; de alguna manera como si toda nuestra vida se pasara dentro por así decirlo rodeados por las Personas de la Santísima Trinidad y es por eso que San Pablo ha dicho en uno de sus discursos “In ipso movemur et summus” “Nosotros en Él somos y nos movemos” como si de alguna manera deambuláramos o nos moviéramos dentro de Dios.
Aun siendo tan estrecha esa cercanía que tiene la Santísima Trinidad con el alma en Gracia. Aun así nosotros a Dios lo conocemos casi nada, es algo así como querer mirar una montaña desde abajo y querer abarcarla por completo. Tanto nos supera y tan infinito es, tan grande respecto a nosotros. Por eso que también San Pablo ha dicho que nosotros contemplamos ahora a Dios “quasi in speculo” “como en un espejo”, como si viéramos apenas un reflejito de lo que Dios es y que un día, el día que lo podamos ver cara a cara lo conoceremos como somos conocidos por Él ahora, como Él nos mira desde el Cielo.
Mientras tanto, mientras estamos en esta vida, mientras no podamos contemplar a Dios cara a cara, los hombres pasamos la vida como un ciego, tanteando, tocando apenas un poquito lo que Dios es. Esto vale para todo Dios, quiero decir que esto vale para las tres Personas de la Santísima Trinidad. Nosotros a Dios Padre podemos conocerlo por la creación que vemos. ¿A qué voy? Hay una frase que siempre decimos en filosofía y que es de sentido común: “Nadie da lo que no tiene”, es decir todo aquello que nosotros contemplamos de bueno o de perfecto en la creación tiene que haberlo dado Dios. Para poder darlo tiene que haberlo tenido y tenerlo todavía. Entonces toda la belleza que encontramos en lo creado, todo el orden que encontramos allí, la armonía y aún el amor que puede haber encerrado en los corazones más grandes de los hombres de esta tierra, todo eso lo tiene Dios, lo tiene Dios Padre y lo tiene hasta el infinito.
Del Hijo de Dios conocemos más. Es como si el Evangelio nos fuera llevando de la mano, donde vemos nosotros desde su Encarnación hasta su Ascensión a los Cielos, donde vemos toda su vida, toda su Pasión, sus portentos, sus milagros, su amor hasta el extremo y es allí donde conocemos es allí donde conocemos esa figura cautivante que a todos nos ha llamado la atención, su Corazón lleno de amor por nosotros.
Ahora bien, eso sabemos del Padre y eso sabemos del Hijo. Pero delante del Espíritu Santo aunque nosotros lo adoremos y aunque confesemos y le amemos como miembro de la Santísima Trinidad, aún allí nos frena nuestra propia realidad, nos frena nuestra humanidad, nuestra materia, que limita nuestro conocimiento. El Espíritu Santo no ha tomado un rostro como hizo Jesús. No vemos sus obras, como la creación material de Dios Padre, no vemos lo que Él hace, como podemos contemplar la hermosura creada por Dios o los milagros de Jesucristo. Y sin embargo el Espíritu Santo estuvo presente en todo eso, porque dice el Génesis “Spiritus Domini ferebatur super aquas” “El Espíritu de Dios planeaba sobre las aguas”. Y cuando Nuestro Señor fue bautizado en el Jordán, dice “Spiritus aparuit super eum ut columba” “Apareció sobre Él el Espíritu como una paloma”, es decir que en todas esas hermosas obras de la creación estuvo el Espíritu Santo y en toda la vida de Cristo también estuvo Él.
Cuando nosotros queremos conocer a un hombre, cuando queremos saber cómo es, miramos su figura, miramos su andar, miramos como habla, qué es lo que dice, tratamos de mirar su rostro, de conocer su mirada, sus expresiones. Lo más difícil para conocer a un hombre no es conocer el exterior sino conocer su alma, aquel misterio de saber cómo es dentro suyo, qué piensa, qué busca, qué ama, por qué lo hace, con cuánto amor lo hace.
De igual manera, ese misterio de las almas, apenas llegan a conocerlo los papás de sus hijos, los hijos de sus papás, los amigos o el confesor.
Así nos pasa a nosotros con el Espíritu Santo. Nosotros no tenemos un Sudario como tenemos del rostro de Cristo para saber cómo fue. No tenemos de Él las huellas materiales de la creación. Sólo tenemos lo que hace en las almas, lo que hace en la Iglesia, lo que hace en los sacramentos o en los Ángeles. Son todas cosas espirituales y demasiado elevadas o luminosas para nuestros ojos creados.
Digamos entonces algo que nos permita a nosotros imaginar un poco, entender un poco cómo es el Espíritu Santo.
Cuando el profeta Elías estaba encerrado en una caverna, para cobijarse, él vio pasar a Dios. Dice la Sagrada Escritura que “pasó primero un viento huracanado y allí no estaba Dios”, que “pasó un torbellino y tampoco estaba allí”, “que pasó luego una brisa suave y allí estaba Dios y el profeta pudo verlo de espaldas”; es decir apenas pudo en medio de ese milagro, el profeta, barruntar, imaginar un poquitito, entender un poco como era Dios.
A nosotros de otra manera nos pasan cosas semejantes. Las almas, a veces sienten a Dios cerca. A veces las almas se mueven a fervor, a devoción, a veces siente uno la necesidad de arrepentirse o el deseo de ser bueno o de corresponder al amor de Dios e inclusive al amor de los demás. Esos deseos grandes que siente a veces al alma, uno sabe que no nacen de uno mismo. ¿Por qué sabemos eso? Porque si no nacerían siempre. Si fueran nuestros siempre los tendríamos como tenemos la mano, y eso aparece solamente a veces en nuestras almas o en nuestros corazones. Uno siente, uno los siente como nuevos, como demasiado hondos, como demasiado llenos. Es allí donde está la acción invisible del Espíritu Santo en las almas.
Cuando San Bernardo habla de las visitas del Verbo de Dios a su alma, dice, que él conoció la llegada del Verbo de Dios por la corrección de sus faltas ocultas. Como si el Hijo de Dios al venir a su alma fuera acomodando su corazón embelleciéndolo, limpiándolo, haciéndolo cada día más bueno.
Eso que pasa privadamente en cada alma, eso pasa en toda la Iglesia, en cada Sacramento cuando la Iglesia lo confiere a las almas, en cada absolución que borra los pecados, en cada bendición que mueve los corazones, en cada comunión que hace más bueno o en el misterio de cada Misa cuando con poquitas palabras el Sacerdote hace descender Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo sobre los altares.
Ahora bien, eso ha pasado a lo largo de la historia de la iglesia durante más de dos mil años. Durante dos mil años, más, la Iglesia ha enseñado la misma Fe, la misma Moral aunque le han matado a sus hijos por millones para impedir que ella siguiera enseñando esa Fe y esa Moral. Más aún, más la persiguieron más firme se mostró. En cada época en medio de los problemas más graves de la humanidad aparecieron santos, religiosos, religiosas, monjes, todos cantando una canción distinta a la que cantaba el mundo. Más todavía, no ha habido ilación, concatenación, unión suficiente entre unos y otros, a veces esa herencia que unos recibieron de otros casi no se vio, como pasa ahora, y la herencia sigue y sigue el deseo de ser buenos, el deseo de copiar a Cristo, el deseo de amar a Dios, de reconocer que hay un solo Dios verdadero y que es el único al que podemos adorar.
Hace ya muchos años cuando los revolucionarios en Francia mataban a los católicos durante la revolución que llamamos francesa, al llegar ellos, los republicanos, a aquel Carmelo de las hermanitas de Compeigne, se conoce la discusión que tuvo el republicano, el comisario con la Madre Priora. En esa conversación, el republicano le dice a la monja “vamos a destruir todos los Carmelos”. ¿Qué contestó la hermanita? “Cada monja, cada carmelita es un monasterio”. Pues bien, podríamos decir que por la obra del Espíritu Santo, cada cristiano es una capilla, cada monje, cada sacerdote, cada religioso es como una imagen viva de esa Fe que nosotros tenemos y que no pensamos dejar. Todo eso es fruto del Espíritu Santo y eso nos hace imaginar o comprender un poco cuánto puede el Espíritu de Dios. Es de ese Espíritu que decíamos que planeaba sobre las aguas en la creación, el que apareció sobre Nuestro Señor en el Jordán, Aquél mismo que el Ángel le dijo a la Virgen María “Te cubrirá con su sombra” y ese Espíritu Santo al cubrirla con su sombra ¿Qué fue lo que hizo? Que una criatura llegara a ser Madre de Dios. Que una Virgen siguiendo siendo virgen pudiera ser Madre y que esa Madre siguiera siendo virgen para toda la eternidad.
Ese mismo Espíritu Santo es el que hoy apareció sobre los Apósteles el día de Pentecostés en el Cenáculo y comenzaron a hablar. “Coeperunt loqui”. Empezaron a predicar y esa predicación de hace dos mil años no termina, no se acaba, no hay manera como el mundo pueda sofocar la voz de aquellos que siguen confesando el nombre de Dios.
Con Dios pasa como con los hombres. Cuanto más dócil es un hijo más fácil es educarlo. ¿Qué hay que hacer entonces? “Para que el mundo sepa que amo al Padre” -Son las últimas palabras del Evangelio de la Misa- “Para que el mundo sepa que amo al Padre Yo hago lo que Él me mandó”. Pues bien, para que el mundo sepa que amamos a Dios, para que el mundo sepa que creemos en el Espíritu Santo hagamos lo que Dios nos mandó. Ese es el proyecto de toda la vida cristiana y de toda la vida monástica o de la vida religiosa, hacer lo mandado, ser dóciles a Dios que Él se encargará, Él sabrá, así como hizo el mundo, sabrá cómo modelar nuestras almas para hacerlas cada día mejores.
Pidamos a María Santísima que Ella nos consiga el ser buenos alumnos de esta escuela divina. Dice una frase en la Escritura: “Et erunt omnes docibiles Dei” “Serán todos enseñables por Dios”. Eso es lo que queremos, que Dios nos enseñe, que Él vaya modelando en nuestras almas, que haga en nuestros corazones lo que Él ha soñado para nosotros y que así nosotros podamos cumplirle a Dios.
Ave María Purísima.
miércoles, 18 de junio de 2014
La cena del Señor y el lavatorio de pies
Entre todas las obras memorables que obró nuestro Salvador en este mundo, una de las más dignas de perpetua recordación es aquella postrera cena que cenó con sus discípulos. Donde no solamente se cenó aquel cordero figurativo que mandaba la ley, sino el mismo Cordero sin mancilla, que era figurado por la ley.
En el cual convite resplandece primeramente una maravillosa suavidad y dulzura de Cristo, en haber querido asentarse a una mesa con aquella pobre escuela, que es con aquellos pobres pescadores, y juntamente con el traidor que lo había de vender, y comer con ellos en un mismo plato. Resplandece también una espantosa humildad, cuando el Rey de la gloria se levantó de la mesa, y ceñido con un lienzo a manera de siervo, echó agua en un baño, y postrado en tierra, comenzó a lavar los pies de los discípulos, sin excluir de ellos al mismo Judas que lo había vendido. Y resplandece sobre todo esto una inmensa liberalidad y magnificencia de este Señor, cuando a aquellos primeros sacerdotes, y en aquellos a toda la Iglesia, dio su sacratísimo cuerpo en manjar, y su sangre en bebida: para que lo que había de ser el día siguiente sacrificio y precio inestimable del mundo, fuese nuestro perpetuo viático y mantenimiento, y también nuestro sacrificio cotidiano.
Mas ¿quién podrá explicar los efectos y virtudes de este nobilísimo sacramento? Porque con él por una manera maravillosa es unida el ánima con su esposo, con él se alumbra el entendimiento, avívase la memoria, enamórase la voluntad, deléitase el gusto interior, acreciéntase la devoción, derrítense las entrañas, ábrense las fuentes de las lágrimas, adorméscense las pasiones, despiértanse los buenos deseos, fortaléscese nuestra flaqueza, y toma con el aliento para caminar hasta el monte de Dios. Oh maravilloso sacramento, ¿qué aire de ti? ¿Con qué palabras te alabaré? Tú eres vida de nuestras ánimas, medicina de nuestras llagas, consuelo de nuestros trabajos, memorial de Jesucristo, testimonio de su amor, manda preciosísima de su testamento, compañía de nuestra peregrinación, alegría de nuestro destierro, brasas para encender el fuego del divino amor y prenda y tesoro de la vida cristiana.
¿Qué lengua podrá dignamente contar las grandezas de este Sacramento? ¿Quién podrá agradecer tal beneficio? ¿Quién no se derretirá en lágrimas, viendo a Dios corporalmente unido consigo? Faltan las palabras y desfallece el entendimiento, considerando las virtudes de este soberano misterio: mas nunca debe faltar en nuestras ánimas el uso, el agradecimiento de él.
La Oración del Huerto
Acabada, pues, la sacratísima cena y ordenados los misterios de nuestra salud, abrió el Salvador la puerta a todas las angustias y dolores de su pasión, para que todos viniesen a embestir sobre su piadoso corazón, para que primero fuese crucificado y atormentado en el ánima que lo fuese en su misma carne. Y así dicen los evangelistas que tomó consigo tres discípulos suyos de los más amados, y comenzando a temer y angustiarse, díjoles aquellas tan dolorosas palabras: Triste esta mi ánima hasta la muerte; esperádme aquí, y velad conmigo. Y Él, apartándose un poco de ellos, fuese a hacer oración: para enseñarnos a recorrer a esta sagrada áncora todas las veces que nos halláremos cercados de alguna grave tribulación. Y la tercera vez que oró, fue tan grande la agonía y tristeza de su ánima, que comenzó a sudar gotas de sangre, que corrían hasta el suelo, y a decir aquellas palabras: Padre, si es posible, traspasa este cáliz de mí.
Considera, pues, al Señor en este paso tan doloroso, y mira como representándosele allí todos los tormentos que había de padecer, y aprehendiendo perfectísimamente con aquella imaginación suya nobilísima tan crueles dolores como se aparejaban para el más delicado de los cuerpos, y poniéndosele delante todos los pecados del mundo, por los cuales padecía, y el desagradecimiento de tantas ánimas que ni habían de reconocer este beneficio, ni aprovecharse de este tan grande y tan costoso remedio, fue su ánima en tanta manera angustiada, y sus sentidos y carne delicadísima tan turbados, que todas las fuerzas y elementos de su cuerpo se destemplaron, y la carne bendita se abrió por todas partes y dio lugar a la sangre que manase por toda ella hasta correr en tierra. Y si la carne, que de sola recudida padecía estos dolores, tal estaba, ¡qué tal estaría el ánima que derechamente los padecía.
Testigos de esto fueron aquellas preciosas gotas de sangre que de todo su sacratísimo cuerpo corrían: porque una tan extraña manera de sudor como éste, nunca visto en el mundo, declara haber sido éste el mayor de todos los dolores del mundo, como a la verdad lo fue. Pues, oh Salvador y Redentor mío, ¿de dónde a ti tanta congoja y aflicción, pues tan de voluntad te ofreciste por nosotros a beber el cáliz de la pasión?
Esto hiciste, Señor, para que mostrándonos en tu persona tan ciertas señales de nuestra humanidad, nos firmases en la fe, y descubriéndonos en ti este linaje de tremores y dolores, nos esforzases en la esperanza, y padeciendo por nuestra causa tan terribles tormentos como aquí padeciste, nos encendieses en tu amor.
Fray Luis de Granada
Historia sobre la comunión frecuente
R.P. Bertrand de Margerie S.J.
El Padre de Margerie, miembro de la Compañía de Jesús, nació en París en 1923 y pertenece a una familia de diplomáticos y de escritores. Después de su ordenación sacerdotal, en 1956, pasó ocho años en el Brasil y enseñó Teología en varios países, entre ellos los Estados Unidos. Es autor de numerosos libros, especialmente sobre el Corazón de Jesús (Mame, éditions Saint-Paul), sobre la exégesis de los Padres (4 volúmenes, Cerf), sobre los divorciados vueltos a casar frente a la Eucaristía (Téqui), sobre la Eucaristía (Harán esto en memoria mía, Beauchesne) y sobre la actitud de los grandes escritores franceses frente al sacramento de penitencia (Del confesionario en literatura, FAC, Saint-Paul)
Me propongo presentar aquí algunas breves consideraciones sobre un punto capital para la vida cristiana de cada bautizado: ¿qué nos enseña el Dios revelador, a través de las escrituras, de los Padres, y del Magisterio de la Iglesia, sobre la frecuencia de la comunión eucarística y sobre los frutos temporales y eternos? ¿Qué conclusiones pastorales saca la Iglesia y cuáles podría sacar en el futuro?
I. Breve visión histórica sobre la enseñanza de la Iglesia en el pasado
No tratamos de considerar simplemente la historia de una práctica y de sus diversas maneras de comprenderla, sino además - y sobre todo - de preguntarnos lo que Cristo revelador quiere decirnos sobre la naturaleza, el sentido, las finalidades de la frecuencia de la comunión eucarística.
1. La escritura : El decreto Sacra tridentina synodus, publicado en 1905 por la Congregación del Concilio con la aprobación de San Pío X, resumió admirablemente la enseñanza revelada en una presentación sintética que conviene citar. Evocando el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, el texto nos dice: “Mediante esta comparación (Jn 6, 59) con el pan y el maná, los discípulos podían comprender fácilmente que, siendo el pan el alimento cotidiano del cuerpo y que habiendo sido el maná el alimento cotidiano de los Hebreos en el desierto, de la misma manera, el alma cristiana podría nutrirse cada día del pan celestial. Además, cuando Jesucristo nos manda pedir en la oración dominical nuestro pan de cada día, hay que entender esto, como casi todos los Padres de la Iglesia lo enseñan, no tanto el pan material, alimento del cuerpo, cuanto el pan eucarístico que debe ser consumido cada día.” (Actas de Pío X, Bonne Presse, T.2 p. 253).
A la luz del evangelio joánico, este texto recapitula de manera muy densa, primero, la enseñanza del Dios de la primera Alianza a través de la figura del maná cotidiano de los Hebreos en el desierto, luego la del Dios de la Nueva Alianza, de Cristo, en los Evangelios sinópticos, inculcando el pedido del pan de cada día cuyo sentido eucarístico es propuesto por la unanimidad moral de los Padres de la Iglesia. El texto afirma, de manera impresionante, cómo las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego los Padres, convergen para indicar la voluntad divina: que el pan eucarístico sea comido cada día por los miembros de la Iglesia de Cristo.
El discurso del Pan de Vida, al presentarnos el maná cotidiano como una prefiguración - por lo demás negativa - del pan vivo bajado del cielo, nos hace comprender que este pan vivo debe ser comido tanto tiempo como dure el exilio terrestre, o sea cada día hasta la entrada en la Tierra Prometida . El texto de la Santa Sede agregaba el testimonio del libro de los Hechos (2, 42-46) según el cual los nuevos bautizados se “mostraban fieles a la fracción del pan (...) Día tras día, partían el pan en sus casas”. Varios exegetas reconocen el sentido eucarístico de esta doble mención, esclarecida por el discurso sobre el Pan de Vida. Sin embargo los exegetas se dividen sobre, si es eucarístico o no, el sentido del pan cotidiano pedido en el Pater. Algunos han considerado que el sentido literal concierne al pan material en tanto que el sentido eucarístico constituiría una interpretación.
Sin embargo, los criterios exegéticos reconocidos por el Concilio Vaticano II permiten deducir con certeza el sentido eucarístico; el CEC (§ 112 ss) cita tres: estar atento al contenido y a la unidad de toda la Escritura, en razón de la unidad del designio de Dios, cuyo centro es Cristo; leer la escritura en la tradición viviente de toda la Iglesia, de la que son testigos privilegiados los Padres, y en la fidelidad a la analogía de la fe, es decir a la cohesión de las verdades de la fe, entre ellas y con el contenido total de la revelación, porque Dios no se contradice nunca. Aplicando estos criterios, el CEC (§ 2835 a 2837) expone aquello que llama “el sentido específicamente cristiano” del pedido del pan cotidiano: “Concierne la palabra de Dios para acoger en la fe al cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”. Luego, el CEC analiza largamente la doble alusión temporal contenida en las dos comparaciones (Mateo, Lucas) del cuarto pedido: “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, epiousios, recordando el alcance eucarístico de este término epiousios, que no tiene otro uso en el Nuevo Testamento. Citemos: “Tomado en un sentido temporal, epiousios es una recuperación pedagógica de “hoy” (Ex 16, 19-21), para confirmarnos en una confianza sin reservas. Tomado en un sentido temporal, epiousios significa todo lo que es necesario para la vida, todo bien suficiente para la vida. Tomado en sentido literal, el término epiousios (“superesencial”) designa directamente el cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (Jn 6, 53-56); finalmente, ligado al sentido precedente, el sentido celestial es evidente: este día es el del señor, el del festín del reino, anticipado en la Eucaristía que es ya la prenda del reino que viene. Por esto conviene que la liturgia eucarística sea celebrada cada día”. El CEC puede entonces concluir: la Eucaristía es nuestro pan cotidiano. Bock y Carmignac han mostrado el sentido profundo del pedido, en el Pater, del pan cotidiano visto en la prolongación del maná cotidiano, el nuevo maná de la Nueva y Eterna Alianza, ese maná que esperaban los judíos del periodo intertestamentario. Carmignac precisa incluso, en sus Recherches sur le Notre Père (Paris 1969, p. 198): “La literatura talmúdica y midráshica, cuya redacción es ciertamente bastante posterior al tiempo de Cristo, contiene también diversas tradiciones antiguas que muestran que el maná continuaba siendo considerado como el alimento especial de los tiempos mesiánicos”. Desde este punto de vista, convendría estudiar las perspectivas eucarísticas de los Padres de la Iglesia a propósito del maná cotidiano dado al pueblo elegido en peregrinaje hacia la Tierra Santa.
2. Los Padres: Los comentarios de los Padres sobre el alcance cotidiano del pedido del pan eucarístico continúan iluminando a la Iglesia y a nuestra vidas. Citemos aquí a Cipriano, Basilio, Ambrosio y Agustín. Conviene distinguir, a propósito de los Padres, lo que dicen sobre la práctica efectiva de una frecuencia eucarística determinada en sus tiempos y en sus regiones respectivas por una parte, y cómo, por otra parte interpretan las voluntades de Cristo manifestadas en el Nuevo Testamento. Si sus descripciones históricas manifiestan una gran variedad de ritmos eucarísticos su testimonio en favor del recurso cotidiano a la Eucaristía impacta por la profundidad y el número de las motivaciones. En el siglo III, para Cipriano, en su tratado sobre la Oración dominical, hace falta “temer, al abstenerse del cuerpo de Cristo, separarse de la salvación: ‘si ustedes no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida en ustedes’ (Jn 6, 54). Y por consecuencia pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir Cristo, para no apartarnos de la santificación y del cuerpo de Cristo, nosotros que permanecemos y vivimos en Él” (§ 18)Retengamos la afirmación: Christum dari petimus. La Eucaristía cotidiana es vista aquí como un medio de perseverar en la gracia de Cristo.
Hacia el año 372 San Basilio, al escribir a una mujer, dijo: “Comulgar todos los días, participar continuamente de la Vida, es vivir en plenitud” (Carta 93, RJ 919). Luego el santo agrega: “Comulgamos cada semana cuatro veces (domingo, miércoles, viernes y sábado)”. Este Padre era consciente de una diferencia entre el ideal y su realización concreta. El Papa Juan Pablo II citó este texto de Basilio de Cesarea en su carta consagrada al santo el 2 de enero de 1980. Poco después, San Ambrosio, obispo de Milán, en su Tratado sobre los sacramentos, se expresa en estos términos: “¿Qué te dice el Apóstol?” Cada vez que le recibimos, anunciamos la muerte del Señor (I Cor 11, 25-26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos el perdón de los pecados. Su sangre es derramada para el perdón de los pecados. Debo recibirlo siempre porque siempre perdona mis pecados. Yo, que peco siempre, debo tener un remedio siempre. ¡Oyes decir que cada vez que se ofrece un sacrificio se representa la muerte del Señor lo mismo que la remisión de los pecados, y no recibes cada día este pan de vida! El que tiene una herida busca un remedio. El remedio es el venerable y celestial Sacramento” (De Sacramentis, IV. 6.26 y V. 4.25-26).
Comprendemos el pensamiento de Ambrosio. El sacrificio de la muerte del Resucitado obtiene la remisión de los pecados. Ahora bien, es este sacrificio el que hacemos nuestro y ofrecemos al recibir la Eucaristía. Sabiendo que tenemos necesidad de obtener cada día la remisión de nuestros pecados cotidianos, ¿cómo no comulgar cada día tal como el Señor nos invita haciéndonos pedir “cada día este pan de vida eterna que reconforta la substancia de nuestra alma”? dice expresivamente San Ambrosio.
Su hijo espiritual, Agustín, persigue el mismo fin. En su sermón 227, 1, dirigiéndose el día De Pascua a los que habían sido bautizados la noche anterior, Agustín les dijo: “Deben saber que han recibido lo que recibirán, lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”. El texto es muy fuerte: ”Lo que deberían recibir cada día: quis quotidie accipere debeatis” .
Por cierto, como lo precisará más tarde San Pío X, este deber de recepción cotidiana no corresponde a un precepto divino sino solamente a un ardientísimo deseo de Cristo y de su Iglesia del que ya estaba consciente la comunidad de Hipona a fines del siglo IV y principios del siglo V gracias a la palabra de Agustín.
En San Agustín, como en los Padres en general, el simbolismo eucarístico del pan cotidiano no es el único: es conjuntamente que el cuerpo de Cristo y su Palabra constituyen un pan de Vida comido en la fe; la Palabra hace conocer la Eucaristía e inflama de amor por ella. Ambas son, conjuntamente, el pan del alma, ese pan que reciben los únicos hijos de Dios, mientras que el pan material, alimento del cuerpo mortal, Dios lo da no solamente a los que cantan su alabanza, sino además - nos recuerda Agustín - a los blasfemos (Sermón 56). La misma Iglesia, que recomienda la comunión cotidiana del cuerpo de Cristo, aconseja también la audición o la lectura cotidiana de su Palabra, ofrecida precisamente ofrecida como alimento en la liturgia eucarística.
Se podría multiplicar las citas patrísticas sobre el sentido eucarístico del pan cotidiano. Esto no es necesario. Dirijámonos ahora hacia el Magisterio papal y conciliar porque los Padres, para la inmensa mayoría de los obispos, expresan ya su magisterio ordinario y universal.
3. El magisterio de la Iglesia: Después del período patrístico- y esto es bien conocido - el fervor de la caridad nutrida por la Eucaristía frecuentemente recibida disminuyó, y su práctica devino tan rara que en 1215 el IV Concilio Ecuménico de Letrán debió estatuirla bajo la obligación de una frecuencia mínima: todos los miembros de la Iglesia, para perseverar en la gracia divina, comulgarían al menos una vez por año.
El Concilio de Trento, sin favorecer explícitamente la comunión cotidiana, la proponía implícitamente a todos los católicos expresando el “deseo de que todos los fieles comulguen no solamente espiritualmente sino además sacramentalmente en cada misa donde estuvieren presentes, con el fin de recibir más abundantemente los frutos del santísimo sacrificio de la misa” (DS 1747, texto de 1562).
Este texto toma toda su importancia en el contexto de una declaración anterior del mismo concilio, recapitulando la teología patrística y medieval en lo concerniente a los efectos de la comunión sacramental; en efecto, en 1551, el concilio había recordado (DS 1638) que la comunión eucarística “nos libera de las faltas veniales, nos preserva de los pecados mortales, nos liga mediante lazos muy estrechos de fe, de esperanza y de caridad con el cuerpo de la Iglesia, cuyo jefe es Cristo, y constituye la prenda de nuestra glorificación futura y de nuestra perpetua felicidad”.
Dicho de otra manera, cada comunión sacramental realizada en estado de gracia afecta nuestro pasado de pecado, fortifica nuestro presente de gracia, preserva nuestro futuro terrestre y merece nuestro futuro eterno. Tales son las intenciones con las cuales el cristiano debe comulgar, siguiendo al concilio, para que su comunión, lejos de ser la comida sacrílega de su propia condenación que denunciaba san Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 27-32), sea, por el contrario, una comunión inseparablemente sacramental y espiritual (DS 1638, 1646 y 1648).
De estos temas tridentinos, como del conjunto de la teología católica, resalta claramente que el comulgante, a través de cada nueva comunión sacramental y espiritual, recibe un nuevo aumento de gracia santificante, una nueva remisión de sus pecados veniales, nuevas y poderosas defensas para evitar el pecado en el futuro, nuevos méritos y se dispone a recibir durante la vida eterna nuevos y admirables grados de gloria, es decir, de conocimiento y de amor de Dios trino y uno como todos y cada uno de los elegidos.
A pesar de la apertura del concilio de Trento, el rigorismo jansenista continuaba haciendo difícil el acceso a la comunión frecuente y cotidiana, especialmente a los mercaderes y a los esposos. Se discutía sobre las disposiciones necesarias para comulgar, e inclusive los teólogos de buena marca pensaban que la comunión debía ser rara y sometida a numerosas condiciones previas.
De ahí las intervenciones liberadoras de dos Papas, el bienaventurado Inocencio XI, en 1679, y San Pío X, en 1905 y 1910. San Pío X zanjó la controversia : apoyándose sobre los Padres de la Iglesia recordaba “que ningún precepto reclamaba a los comulgantes cotidianos disposiciones más grandes que aquellas pedidas para la comunión semanal” y proclamó un principio hoy día bastante olvidado: “Los frutos de la comunión cotidiana son mucho más abundantes que los de la comunión semanal”.
Para ser más precisos, para poder comulgar cada día basta estar en estado de gracia y tener una recta intención, es decir, aproximarse a la Eucaristía, no por hábito sino para combatir sus faltas, crecer en la caridad y satisfacer la voluntad divina.
Luego, para comulgar fructuosamente no es necesario estar exento de pecado venial deliberado, aunque esto es muy deseable. Por otra parte, a partir de San Pío X, no es posible que los comulgantes cotidianos no se corrijan de su afición a los pecados veniales, sobrentendiéndose que crecen en la gracia cada día. Así, en esa época, los comentadores subrayaron con razón que las personas que no comulgaban más que una vez por semana, cuando tenían la posibilidad de hacerlo a menudo, comulgaban raramente. Este punto parece haber sido olvidado hoy día por un cierto número de eclesiásticos, que tienden a considerar a los comulgantes de cada domingo como comulgantes frecuentes. Sucede que los enemigos de un cierto laxismo eucarístico actual, del que son víctimas aquellos que se confiesan raramente, caen en un neojansenismo al callar la invitación eclesial a la comunión cotidiana: inclusive si algunos abusan de ella, todos tienen el derecho de conocerla
Las declaraciones tridentinas y las de Pío X sobre los efectos de la comunión eucarística, han sido magníficamente retomadas y profundizadas por el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei et hominum, en 1947. Digo “profundizadas”, porque Pío XII, siguiendo a Benedicto XIV, introdujo una noción, no presente en el concilio de Trento, concerniente a la naturaleza misma de la comunión eucarística: ella es una participación del sacrificio. Dicho de otra manera, comulgar es volverse una sola víctima con Cristo crucificado y resucitado para la salvación del mundo. Comer y beber a la divina víctima, no es solamente consumir una comida divina, sino además insertarse en la oblación sacrificial que esta víctima hace de ella misma para la felicidad eterna de cada persona humana; es, pues, disponerse en ella y con ella a entregar su cuerpo y a derramar su sangre para merecer a otro la gracia de apropiarse el mismo y único sacrificio.
Digámoslo de paso, la encíclica de Pío XII sobre la liturgia sigue siendo el más bello y el más profundo de todos los documentos oficiales de la Iglesia sobre el sacrificio de la misa, el más útil para penetrar y comprender su naturaleza íntima. Por esta razón su influencia sobre los documentos oficiales del concilio Vaticano II ha sido tan explícita y tan grande: la encíclica fue citada ocho veces, de las cuales cinco fueron en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (19, 11, 28 y 50). En particular, Pío XII trata explícitamente el tema de la comunión cotidiana. “Dios hace que los cristianos participen en el divino sacrificio recibiendo en la comunión sacramental, inclusive todos los días si lo pudieran, el cuerpo de Jesús ofrecido por todos al Padre eterno”. Subrayando la ofrenda de Cristo por nosotros en el contexto de la comunión, Pío XII invita a concebirla como una participación en la ofrenda (como víctima) de Cristo para el mundo. La presencia real no es solamente la de Dios hecho hombre, sino además la de Dios-víctima glorificada. Comulgar cada día es volverse cada vez más una víctima en Cristo, por Él y con El y para Él. Eso es lo que ha enseñado el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium citando la encíclica de Pío XII.
Llegamos así al magisterio más reciente de la Iglesia, las enseñanzas del concilio Vaticano II.
Si es cierto que la constitución sobre la liturgia no menciona tan explícitamente la comunión cotidiana, está, sin embargo, fuertemente inculcada por el decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas, (§ 15). Así se puede decir: “Se recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía inclusive todos los días: enixe quotidie” (Enixe: con todas sus fuerzas). Este texto está en perfecta armonía con otra recomendación conciliar hecha, esta vez, a los sacerdotes: se les recomienda, en efecto, celebrar cada día el sacrificio eucarístico, acto supremo de su ministerio sacerdotal. Nos encontramos en presencia de la primera recomendación explícita de la comunión cotidiana por un concilio ecuménico. ¿Cómo no destacar el magnífico progreso doctrinal concerniente a la práctica eucarística en el historia de los concilios ecuménicos, este crescendo en la exhortación consoladora de una Iglesia siempre preocupada de hacernos participar en la Eucaristía?
El concilio de Nicea, en 325, recomienda facilitar el acceso a la comunión a los moribundos. El concilio de Letrán IV, en 1215, convoca a la amable y amante obligación grave de una comunión anual. El concilio de Trento recomienda implícitamente y realmente la comunión cotidiana en el contexto del recuerdo de la interpretación eucarística del pan cotidiano que habían dado los Padres de la Iglesia. El concilio Vaticano II lo corona todo recomendando explícitamente la comunión cotidiana a todos los bautizados. ¡Pero sin duda es uno de los consejos menos citados, tal vez el menos comentado del último concilio!¡ Pero no deja de ser importantísimo, en la medida en que concierne mucho más a la vida cotidiana del cristiano que a las declaraciones, tan sutiles, sobre la libertad religiosa y sobre la colegialidad episcopal!
Aunque el pedido del pan cotidiano tenga también en consideración el pan material y la palabra de Dios, su sentido eucarístico, unido a los otros dos, sostenido por los Padres, por los catecismos de los dos concilios de Trento y de Vaticano II, y por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia, está contenido en la revelación a la cual se adhiere la fe católica y podría ser definida como tal por la Iglesia.
Dos documentos posteriores han completado, en el plano pastoral, el acento puesto por el concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana:
- en 1967, la Santa Sede, en la instrucción Eucharisticum Mysterium, pedía, siguiendo a San Pío X, a los curas, confesores y predicadores exhortar frecuentemente al pueblo cristiano a la comunión cotidiana. La Instrucción recordaba también - punto a menudo desconocido hoy día - que conviene dar la comunión fuera de la misa a los fieles que estuvieran impedidos de participar en ella en razón de un horario incómodo. Insistía, finalmente, sobre la necesidad de hacer accesible a toda hora la comunión cotidiana a los enfermos y a los ancianos, inclusive si no hubiera peligro de muerte;
- en 1973, la Santa Sede publicó un ritual para la distribución de la comunión fuera de la misa, previendo un rito más largo y otro más breve. Estos dos ritos tenían un punto común. Hacía falta que la proclamación de la palabra ilumine y acompañe la comunión del pan eucarístico, lo que constituye una aplicación particular de un principio general de la reforma litúrgica operada recientemente: el pan de la palabra y el pan de la Eucaristía constituyen conjuntamente el pan específicamente cristiano de la Nueva Alianza.
II Hacia el futuro de una Iglesia plenamente eucarística
Si la declaración del concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana, fuertemente aconsejada, marca un progreso importante en la toma de conciencia eclesial frente al llamado de Cristo, preocupado de darse siempre más a la Iglesia, nos invita sobre todo a una urgente y radical renovación de nuestra pastoral en ese asunto. Me gustaría presentar aquí algunos aspectos fundamentales: se trata nada menos que la elaboración de una pastoral totalmente centrada sobre el consejo evangélico supremo, ofrecido a todos, de la comunión cotidiana.
1. En lo sucesivo, la preparación a cada uno de los sacramentos, especialmente a los del bautismo de los adultos, de la primera confesión, de la confirmación y del matrimonio, deberá ser inseparable de la preparación a la misa y a la comunión cotidiana - es inútil objetar que en muchos lugares no hay sacerdotes, puesto que el código de derecho canónico prevé la posibilidad de nombrar laicos como ministros extraordinarios de la distribución de la comunión (CEC, § 230). La Eucaristía es la razón de ser de todos los otros sacramentos y muy especialmente del sacramento del orden: nuestros silencios sobre la misa cotidiana privan a numerosos jóvenes de una superabundante fuerza sacramental, delante del llamado divino a un casto matrimonio, o al sacerdocio, o a la vida religiosa; la renovación en el anuncio abrasador de la misa cotidiana condiciona largamente la solución de los más graves problemas de las familias y de la Iglesia. Sin ella, toda verdadera pastoral de conjunto es imposible.
2) El relanzamiento del llamado a la misa cotidiana significa, de la manera más concreta, la vocación de cada uno a la perfección de la caridad, tal como lo ha subrayado el Concilio Vaticano II, porque la Eucaristía es el sacramento del fervor de la caridad, nexo de la perfección. ¿Cómo se podría ser perfecto, como el Padre celestial es perfecto, despreciando el principal medio de serlo, a saber la cotidiana unión eucarística con Cristo mediador?
3) Es paradójico pensar que cerca de un siglo después de la carta liberadora de San Pío X, no haya nacido ningún instituto religioso dedicado en primer lugar a la propagación de la práctica de la misa y de la comunión de cada día entre los laicos, cuando han sido fundados numerosos institutos para poner en valor otros puntos, ciertamente útiles, pero menos fundamentales. Del mismo modo, ninguna de las asociaciones de fieles actualmente existentes parece tener este fin. Nada impide pensar que el tercer milenio estará marcado por la aparición de estas asociaciones y de estos institutos, por cuyas intenciones nos hace falta rezar.
4) Hace falta ir más lejos y reconocer que la Iglesia se vuelve plenamente Iglesia, no solamente cuando sus miembros se reúnen alrededor del sacrificio de la Cruz perpetuado en la Eucaristía, sino además y sobre todo cuando lo hacen cada día. Es sobre todo a través de la misa y de la comunión de cada día que la Iglesia crece sin cesar en el ser y en la caridad. El concilio Vaticano II citando a San Juan Crisóstomo, nos dice en su decreto sobre el ecumenismo (§15) que es mediante la celebración de la Eucaristía como la Iglesia de Dios se edifica y engrandece. Abramos aquí un paréntesis ecuménico. Un monje atonita de la Iglesia ortodoxa griega, Nicodemo el Hagiorita, publicó en 1783 un libro sobre la comunión cotidiana, presentado al público francófono por el llorado teólogo dominico M. J. Le Guillou . Para este monje, que las Iglesias griega y rusa han canonizado, el que tiene la conciencia pura debe comulgar cada día y hacer así la voluntad de Dios. Según él, el Cristo eucarístico es el pan cotidiano que pedimos al Padre, y la liturgia es esencialmente asamblea eucarística. La Iglesia tiene por razón de ser la unión eucarística de cada uno de sus miembros con Cristo, comido y bebido después de haber sido ofrecido por el mundo entero. Una eclesiología no es plenamente eucarística más que reconociendo la necesidad, para cada uno de sus miembros, de crecer cada día, por una participación siempre más ferviente, en la Eucaristía, en la caridad respecto de Cristo y de los otros bautizados.
El Padre quiere reunirnos cada día, nutriéndonos con su Hijo único. Aceptando la invitación a la comunión cotidiana dignamente preparada, permitimos a Cristo glorificado continuar construyendo por nuestro intermedio su Iglesia local y universal. Tengamos el valor de decirlo: el progreso simultáneo de los creyentes católicos y ortodoxos en dirección de la misa y de la comunión cotidiana debería constituir el factor secreto y mejor que arranque a Dios, mediante la violencia del humilde amor, nuestro común retorno a la plena comunión jerárquica y mutua en la fe integral en la comunión común del Cordero inmolado. En este sentido, esperamos que nuestros hermanos ortodoxos se apresurarán a traducir en las lenguas occidentales el tratado de Nicodemo el Hagiorita sobre la comunión cotidiana.
5) Entretanto, el tiempo apremia. Antes del regreso de Cristo en gloria, la Iglesia debe pasar por una prueba final que estremecerá la fe de numerosos creyentes: es el misterio de iniquidad del Anticristo que está ya en obra, ¿es decir, el misterio del hombre glorificándose a sí mismo en el lugar de Cristo Eucarístico (cf. CEC, § 675, resumiendo varios textos del Nuevo Testamento)? La Iglesia no entrará en la gloria del reino más que a través de esta última Pascua, siguiendo cada vez más, día a día a su Señor en su muerte y resurrección (CEC 677). Sí, el tiempo apremia. ¿Cuándo veremos a los consejos parroquiales y presbiterales intercambiar opiniones sobre los mejores medios de llevar al Cristo cotidiano del altar y del tabernáculo a todos los miembros de la comunidad local? ¿Cuándo veremos a los obispos pedir al Papa una encíclica sobre la misa dominical y sobre la comunión cotidiana? ¿Cuándo veremos a un Papa convocar en Roma a un sínodo episcopal que trate el supremo consejo evangélico, llamando a la participación cotidiana de todos a la victoria eucarística del Cordero de Dios? ¿Cuándo será que este supremo consejo evangélico, el de la Eucaristía cotidiana - consejo que a diferencia de los otros, no sólo elimine los obstáculos a la obligatoria perfección de la caridad, sino además la nutra positivamente - sea reconocido como el que estructure un modo de vida que no se encuentre más que en la sola Iglesia de Cristo y que esté fundado sobre la fe en Cristo. Tal fue la intuición genial del teólogo español Suárez : el estado de la vida cristiana, fundamento del matrimonio y de la vida religiosa, y él mismo fundado sobre el bautismo y sobre la confirmación, es un estado de perfección. Este estado obliga a la perfección de la caridad, dada por la Eucaristía frecuente y cotidiana. El consejo de la comunión cotidiana se muestra así como el de la perfección eucarística en la caridad. Constituye el punto culminante de la evangelización y de toda la economía orgánica y sacramental de la salvación. Alentando la participación sacramental y cotidiana en el sacrificio eucarístico, el concilio Vaticano II ha promovido un estado de vida estable, el estado de la vida cristiana, con miras a la perfección eterna de los bautizados-confirmados.
La comunión frecuente
Pro-Ecclesia: al servicio de la Iglesia y de su liturgia.
R.P. Bertrand de Margerie sj. (Francia)
Segundo Coloquio del C.I.E.L - octubre de 1996.
Me propongo presentar aquí algunas breves consideraciones sobre un punto capital para la vida cristiana de cada bautizado: ¿qué nos enseña el Dios revelador, a través de las escrituras, de los Padres, y del Magisterio de la Iglesia, sobre la frecuencia de la comunión eucarística y sobre los frutos temporales y eternos? ¿Qué conclusiones pastorales saca la Iglesia y cuáles podría sacar en el futuro?
I. Breve visión histórica sobre la enseñanza de la Iglesia en el pasado
No tratamos de considerar simplemente la historia de una práctica y de sus diversas maneras de comprenderla, sino además - y sobre todo - de preguntarnos lo que Cristo revelador quiere decirnos sobre la naturaleza, el sentido, las finalidades de la frecuencia de la comunión eucarística.
1. La escritura : El decreto Sacra tridentina synodus, publicado en 1905 por la Congregación del concilio con la aprobación de San Pío X, resumió admirablemente la enseñanza revelada en una presentación sintética que conviene citar. Evocando el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, el texto nos dice: “Mediante esta comparación (Jn 6, 59) con el pan y el maná, los discípulos podían comprender fácilmente que, siendo el pan el alimento cotidiano del cuerpo y que habiendo sido el maná el alimento cotidiano de los Hebreos en el desierto, de la misma manera, el alma cristiana podría nutrirse cada día del pan celestial. Además, cuando Jesucristo nos manda pedir en la oración dominical nuestro pan de cada día, hay que entender esto, como casi todos los Padres de la Iglesia lo enseñan, no tanto el pan material, alimento del cuerpo, cuanto el pan eucarístico que debe ser consumido cada día.” (Actas de Pío X, Bonne Presse, T.2 p. 253).
A la luz del evangelio joánico, este texto recapitula de manera muy densa, primero, la enseñanza del Dios de la primera Alianza a través de la figura del maná cotidiano de los Hebreos en el desierto, luego la del Dios de la Nueva Alianza, de Cristo, en los Evangelios sinópticos, inculcando el pedido del pan de cada día cuyo sentido eucarístico es propuesto por la unanimidad moral de los Padres de la Iglesia. El texto afirma, de manera impresionante, cómo las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego los Padres, convergen para indicar la voluntad divina: que el pan eucarístico sea comido cada día por los miembros de la Iglesia de Cristo.
El discurso del Pan de Vida, al presentarnos el maná cotidiano como una prefiguración - por lo demás negativa - del pan vivo bajado del cielo, nos hace comprender que este pan vivo debe ser comido tanto tiempo como dure el exilio terrestre, o sea cada día hasta la entrada en la Tierra Prometida. El texto de la Santa Sede agregaba el testimonio del libro de los Hechos (2, 42-46) según el cual los nuevos bautizados se “mostraban fieles a la fracción del pan (...) Día tras día, partían el pan en sus casas”. Varios exegetas reconocen el sentido eucarístico de esta doble mención, esclarecida por el discurso sobre el Pan de Vida. Sin embargo los exegetas se dividen sobre, si es eucarístico o no, el sentido del pan cotidiano pedido en la Pater. Algunos han considerado que el sentido literal concierne al pan material en tanto que el sentido eucarístico constituiría una interpretación.
Sin embargo, los criterios exegéticos reconocidos por el Concilio Vaticano II permiten deducir con certeza el sentido eucarístico; el CEC (§ 112 ss) cita tres: estar atento al contenido y a la unidad de toda la Escritura, en razón de la unidad del designio de Dios, cuyo centro es Cristo; leer la escritura en la tradición viviente de toda la Iglesia, de la que son testigos privilegiados los Padres, y en la fidelidad a analogía de la fe, es decir a la cohesión de las verdades de la fe, entre ellas y con el contenido total de la revelación, porque Dios no se contradice nunca. Aplicando estos criterios, el CEC (§ 2835 a 2837) expone aquello que llama “el sentido específicamente cristiano” del pedido del pan cotidiano: “Concierne la palabra de Dios a acoger en la fe al cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”. Luego, el CEC analiza largamente la doble alusión temporal contenida en las dos comparaciones comparación (Mateo, Lucas) del cuarto pedido: “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”, epiousios, recordando el alcance eucarístico de este término epiousios, que no tiene otro uso en el Nuevo Testamento. Citemos: “Tomado en un sentido temporal, epiousios es una recuperación pedagógica de “hoy” (Ex 16, 19-21), para confirmarnos en una confianza sin reservas. Tomado en un sentido temporal, epiousios significa todo lo que es necesario para la vida, todo bien suficiente para la vida. Tomado en sentido literal, el término epiousios (“superesencial”) designa directamente el cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (Jn 6, 53-56); finalmente, ligado al sentido precedente, el sentido celestial es evidente : este día es el del señor, el del festín del reino, anticipado en la Eucaristía que es ya la prenda del reino que viene. Es por esto que conviene que la liturgia eucarística sea celebrada cada día”. El CEC puede entonces concluir: la Eucaristía es nuestro pan cotidiano. Bock y Carmignac han mostrado el sentido profundo del pedido, en el Pater, del pan cotidiano visto en la prolongación del maná cotidiano, el nuevo maná de la Nueva y Eterna Alianza, ese maná que esperaban los judíos del periodo intertestamentario. Carmignac precisa incluso, en sus Recherches sur le Notre Père (Paris 1969, p. 198): “La literatura talmúdica y midráshica, cuya redacción es ciertamente bastante posterior al tiempo de Cristo, contiene también diversas tradiciones antiguas que muestran que el maná continuaba siendo considerado como el alimento especial de los tiempos mesiánicos”. Desde este punto de vista, convendría estudiar las perspectivas eucarísticas de los Padre de la Iglesia a propósito del maná cotidiano dado al pueblo elegido en peregrinaje hacia la Tierra Santa.
2. Los Padres: Los comentarios de los Padres sobre el alcance cotidiano del pedido del pan eucarístico continúan iluminando a la Iglesia y a nuestra vidas. Citemos aquí a Cipriano, Basilio, Ambrosio y Agustín. Conviene distinguir, a propósito de los Padres, lo que dicen sobre la práctica efectiva de una frecuencia eucarística determinada en sus tiempos y en sus regiones respectivas por una parte, y cómo, por otra parte interpretan las voluntades de Cristo manifestadas en el Nuevo Testamento. Si sus descripciones históricas manifiestan una gran variedad de ritmos eucarísticos su testimonio en favor del recurso cotidiano a la Eucaristía impacta por la profundidad y el numero de las motivaciones. En el siglo III, para Cipriano, en su tratado sobre la Oración dominical, hace falta “temer, al abstenerse del cuerpo de Cristo, separarse de la salvación: ‘si ustedes no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida en ustedes’ (Jn 6, 54). Y por consecuencia pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan, es decir Cristo, para no apartarnos de la santificación y del cuerpo de Cristo, nosotros que permanecemos y vivimos en Él” (§ 18) Retengamos la afirmación: Christum daris petimus. La Eucaristía cotidiana es vista aquí como un medio de perseverar en la gracia de Cristo.
Hacia el año 372 San Basilio, al escribir a una mujer, dijo: “Comulgar todos los días, participar continuamente de la Vida, es vivir en plenitud” (Carta 93, RJ 919). Luego el santo agrega: “Comulgamos cada semana cuatro veces (domingo, miércoles, viernes y sábado)”. Este Padre era consciente de una diferencia entre el ideal y su realización concreta. El Papa Juan Pablo II citó este texto de Basilio de Cesarea en su carta consagrada al santo el 2 de enero de 1980. Poco después, San Ambrosio, obispo de Milán, en su Tratado sobre los sacramentos, se expresa en estos términos: “¿Qué te dice el Apóstol?” Cada vez que le recibimos, anunciamos la muerte del Señor (I Cor 11, 25-26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos el perdón de los pecados. Su sangre es derramada para el perdón de los pecados. Debo recibirlo siempre porque siempre perdona mis pecados. Yo, que peco siempre, debo tener un remedio siempre. ¡Oyes decir que cada vez que se ofrece un sacrificio se representa la muerte del Señor lo mismo que la remisión de los pecados, y no recibes cada día este pan de vida! El que tiene una herida busca un remedio. El remedio es el venerable y celestial Sacramento” (De Sacramentis, IV. 6.26 y V. 4.25-26).
Comprendemos el pensamiento de Ambrosio. El sacrificio de la muerte del Resucitado obtiene la remisión de los pecados. Ahora bien, es este sacrificio el que hacemos nuestro y ofrecemos al recibir la Eucaristía. Sabiendo que tenemos necesidad de obtener cada día la remisión de nuestros pecados cotidianos, ¿cómo no comulgar cada día tal como el Señor nos invita haciéndonos pedir “cada día este pan de vida eterna que reconforta la substancia de nuestra alma”? Dice expresivamente San Ambrosio.
Su hijo espiritual Agustín persigue el mismo fin. En su sermón 227, 1, dirigiéndose el día de Pascua a los que habían sido bautizados la noche anterior, Agustín les dijo: “Deben saber que han recibido lo que recibirán, lo que deberían recibir cada día: este pan que ven sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo”. El texto es muy fuerte: ”Lo que deberían recibir cada día: quis quotidie accipere debeastis” .
Por cierto, como lo precisará más tarde San Pío X, este deber de recepción cotidiana no corresponde a un precepto divino sino solamente a un ardientísimo deseo de Cristo y de su Iglesia del que ya estaba consciente la comunidad de Hipona a fines del siglo IV y principios del siglo V gracias a la palabra de Agustín.
En San Agustín, como en los Padres en general, el simbolismo eucarístico del pan cotidiano no es el único: es conjuntamente que el cuerpo de Cristo y su Palabra constituyen un pan de Vida comido en la fe; la Palabra hace conocer la Eucaristía e inflama de amor por ella. Ambas son, conjuntamente, el pan del alma, ese pan que reciben los únicos hijos de Dios, mientras que el pan material, alimento del cuerpo mortal, Dios lo da no solamente a los que cantan su alabanza, sino además - nos recuerda Agustín - a los blasfemos (Sermón 56). La misma Iglesia, que recomienda la comunión cotidiana del cuerpo de Cristo, aconseja también la audición o la lectura cotidiana de su Palabra, ofrecida precisamente como alimento en la liturgia eucarística.
Se podría multiplicar las citas patrísticas sobre el sentido eucarístico del pan cotidiano. Esto no es necesario. Dirijámonos ahora hacia el Magisterio papal y conciliar porque los Padre, para la inmensa mayoría de los obispos, expresan ya su magisterio ordinario y universal.
3. El magisterio de la Iglesia: Después del periodo patrístico- y esto es bien conocido - el fervor de la caridad nutrida por la Eucaristía frecuentemente recibida disminuyó, y su práctica devino tan rara que en 1215 el IV Concilio Ecuménico de Letrán debió estatuirla bajo la obligación de una frecuencia mínima: todos los miembros de la Iglesia, para perseverar en la gracia divina, comulgarían al menos una vez por año.
El Concilio de Trento, sin favorecer explícitamente la comunión cotidiana, la proponía implícitamente a todos los católicos expresando el “deseo de que todos los fieles comulguen no solamente espiritualmente sino además sacramentalmente en cada misa donde estuvieren presente, con el fin de recibir más abundantemente los frutos del santísimo sacrificio de la misa” (DS 1747, texto de 1562).
Este texto toma toda su importancia en el contexto de una declaración anterior del mismo concilio, recapitulando la teología patrística y medieval en lo concerniente a los efectos de la comunión sacramental; en efecto, en 1551, el concilio había recordado (DS 1638) que la comunión eucarística “nos libera de las faltas veniales, nos preserva de los pecados mortales, nos liga mediante lazos muy estrechos de fe, de esperanza y de caridad con el cuerpo de la Iglesia, cuyo jefe es Cristo, y constituye la prenda de nuestra glorificación futura y de nuestra perpetua felicidad”.
Dicho de otra manera, cada comunión sacramental realizada en estado de gracia afecta nuestro pasado de pecado, fortifica nuestro presente de gracia, preserva nuestro futuro terrestre y merece nuestro futuro eterno. Tales son las intenciones con las cuales el cristiano debe comulgar, siguiendo al concilio, para que su comunión, lejos de ser la comida sacrílega de su propia condenación que denunciaba san Pablo en su primera carta a los Corintios (11, 27-32), sea, por el contrario, una comunión inseparablemente sacramental y espiritual (DS 1638, 1646 y 1648).
De estos temas tridentinos, como del conjunto de la teología católica, resalta claramente que el comulgante, a través de cada nueva comunión sacramental y espiritual, recibe un nuevo aumento de gracia santificante, una nueva remisión de sus pecados veniales, nuevas y poderosas defensas para evitar el pecado en el futuro, nuevos méritos y se dispone a recibir durante la vida eterna nuevos y admirables grados de gloria, es decir, de conocimiento y de amor de Dios trino y uno como todos y cada uno de los elegidos.
A pesar de la apertura del concilio de Trento, el rigorismo jansenista continuaba haciendo difícil el acceso a la comunión frecuente y cotidiana, especialmente a los mercaderes y a los esposos. Se discutía sobre las disposiciones necesarias para comulgar, e inclusive los teólogos de buena marca pensaban que la comunión debía ser rara y sometida a numerosas condiciones previas.
De ahí las intervenciones liberadoras de dos Papas, el bienaventurado Inocencio XI, en 1679, y San Pío X, en 1905 y 1910. San Pío X zanjó la controversia : apoyándose sobre los Padres de la Iglesia recordaba “que ningún precepto reclamaba a los comulgantes cotidianos disposiciones más grandes que aquellas pedidas para la comunión semanal” y proclamó un principio hoy día bastante olvidado: “Los frutos de la comunión cotidiana son mucho más abundantes que los de la comunión semanal”.
Para ser más precisos, para poder comulgar cada día basta estar en estado de gracia y tener una recta intención, es decir, aproximarse a la Eucaristía, no por hábito sino para combatir sus faltas, crecer en la caridad y satisfacer la voluntad divina.
Luego, para comulgar fructuosamente no es necesario estar exento de pecado venial deliberado, aunque esto es muy deseable. Por otra parte, a partir de San Pío X, no es posible que los comulgantes cotidianos no se corrijan de su afición a los pecados veniales, sobrentendiéndose que crecen en la gracia cada día. Así, en esa época, los comentadores subrayaron con razón que las personas que no comulgaban más que una vez por semana, cuando tenían la posibilidad de hacerlo a menudo, comulgaban raramente. Este punto parece haber sido olvidado hoy día por un cierto número de eclesiásticos, que tienden a considerar a los comulgantes de cada domingo como comulgantes frecuentes. Sucede que los enemigos de un cierto laxismo eucarístico actual, del que son víctimas aquellos que se confiesan raramente, caen en un neojansenismo al callar la invitación eclesial a la comunión cotidiana: inclusive si algunos abusan de ella, todos tienen el derecho de conocerla
Las declaraciones tridentinas y las de Pío X sobre los efectos de la comunión eucarística, han sido magníficamente retomadas y profundizadas por el Papa Pío XII en su encíclica Mediator Dei et hominum, en 1947. Digo “profundizadas”, porque Pío XII, siguiendo a Benedicto XIV, introdujo una noción, no presente en el concilio de Trento, concerniente a la naturaleza misma de la comunión eucarística: ella es una participación del sacrificio. Dicho de otra manera, comulgar es volverse una sola víctima con Cristo crucificado y resucitado para la salvación del mundo, Comer y beber a la divina víctima, no es solamente consumir una comida divina, sino además insertarse en la oblación sacrificial que esta víctima hace de ella misma para la felicidad eterna de cada persona humana; es, pues, disponerse en ella y con ella a entregar su cuerpo y a derramar su sangre para merecer a otro la gracia de apropiarse el mismo y único sacrificio.
Digámoslo de Paso, la encíclica de Pío XII sobre la liturgia sigue siendo el más bello y el más profundo de todos los documentos oficiales de la Iglesia sobre el sacrificio de la misa, el más útil para penetrar y comprender su naturaleza íntima. Por esta razón su influencia sobre los documentos oficiales del concilio Vaticano II ha sido tan explícita y tan grande: la encíclica fue citada ocho veces, de las cuales cinco fueron en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (19, 11, 28 y 50). En particular, Pío XII trata explícitamente el tema de la comunión cotidiana. “Dios hace que los cristianos participen en el divino sacrificio recibiendo en la comunión sacramental, inclusive todos los días si lo pudieran, el cuerpo de Jesús ofrecido por todos al Padre eterno”. Subrayando la ofrenda de Cristo por nosotros en el contexto de la comunión, Pío XII invita a concebirla como una participación en la ofrenda (como víctima) de Cristo para el mundo. La presencia real no es solamente la de Dios hecho hombre, sino además la de Dios-víctima glorificada. Comulgar cada día es volverse cada vez más una víctima en Cristo, por Él y con El y para Él. Eso es lo que ha enseñado el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium citando la encíclica de Pío XII.
Llegamos así al magisterio más reciente de la Iglesia, las enseñanzas del concilio Vaticano II.
Si es cierto que la constitución sobre la liturgia no menciona tan explícitamente la comunión cotidiana, está, sin embargo, fuertemente inculcada por el decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas, (§ 15). Así se puede decir: “Se recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía inclusive todos los días: enixe quotidie” (Enixe: con todas sus fuerzas). Este texto está en perfecta armonía con otra recomendación conciliar hecha, esta vez, a los sacerdotes: se les recomienda, en efecto, celebrar cada día el sacrificio eucarístico, acto supremo de su ministerio sacerdotal. Nos encontramos en presencia de la primera recomendación explícita de la comunión cotidiana por un concilio ecuménico. ¿Cómo no destacar el magnífico progreso doctrinal concerniente a la práctica eucarística en el historia de los concilios ecuménicos, este crescendo en la exhortación consoladora de una Iglesia siempre preocupada de hacernos participar en la Eucaristía?
El concilio de Nicea, en 325, recomienda facilitar el acceso a la comunión a los moribundos. El concilio de Letrán IV, en 1215, convoca a la amable y amante obligación grave de una comunión anual. El concilio de Trento recomienda implícitamente y realmente la comunión cotidiana en el contexto del recuerdo de la interpretación eucarística del pan cotidiano que habían dado los Padres de la Iglesia. El concilio Vaticano II lo corona todo recomendando explícitamente la comunión cotidiana a todos los bautizados. ¡Pero sin duda es uno de los consejos menos citados, tal vez el menos comentado del último concilio!¡ Pero no deja de ser importantísimo, en la medida en que concierne mucho más a la vida cotidiana del cristiano que a las declaraciones, tan sutiles, sobre la libertad religiosa y sobre la colegialidad episcopal.!
Aunque el pedido del pan cotidiano tenga también en consideración el pan material y la palabra de Dios, su sentido eucarístico, unido a los otros dos, sostenido por los Padres, por los catecismos de los dos concilios de Trento y de Vaticano II, y por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia, está contenido en la revelación a la cual se adhiere la fe católica y podría ser definida como tal por la Iglesia.
Dos documentos posteriores han completado, en el plano pastoral, el acento puesto por el concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana:
- en 1967, la Santa Sede, en la instrucción Eucharisticum Mysterium, pedía, siguiendo a San Pío X, a los curas, confesores y predicadores exhortar frecuentemente al pueblo cristiano a la comunión cotidiana. La Instrucción recordaba también - punto a menudo desconocido hoy día - que conviene dar la comunión fuera de la misa a los fieles que estuvieran impedidos de participar en ella en razón de un horario incómodo. Insistía, finalmente, sobre la necesidad de hacer accesible a toda hora la comunión cotidiana a los enfermos y a los ancianos, inclusive si no hubiera peligro de muerte;
- en 1973, la Santa Sede publicó un ritual para la distribución de la comunión fuera de la misa, previendo un rito más largo y otro más breve,. Estos dos ritos tenían un punto común. Hacía falta que la proclamación de la palabra ilumine y acompañe la comunión del pan eucarístico, lo que constituye una aplicación particular de un principio general de la reforma litúrgica operada recientemente: el pan de la palabra y el pan de la Eucaristía constituyen conjuntamente el pan específicamente cristiano de la Nueva Alianza.
II Hacia el futuro de una Iglesia plenamente eucarística
Si la declaración del concilio Vaticano II sobre la comunión cotidiana, fuertemente aconsejada, marca un progreso importante en la toma de conciencia eclesial frente al llamado de Cristo, preocupado de darse siempre más a la Iglesia, nos invita sobre todo a una urgente y radical renovación de nuestra pastoral en ese asunto. Me gustaría presentar aquí algunos aspectos fundamentales: se trata nada menos que la elaboración de una pastoral totalmente centrada sobre el consejo evangélico supremo, ofrecido a todos, de la comunión cotidiana.
1. En lo sucesivo, la preparación a cada uno de los sacramentos, especialmente a los del bautismo de los adultos, de la primera confesión, de la confirmación y del matrimonio, deberá ser inseparable de la preparación a la misa y a la comunión cotidiana - es inútil objetar que en muchos lugares no hay sacerdotes, puesto que el código de derecho canónigo prevé la posibilidad de nombrar laicos como ministros extraordinarios de la distribución de la comunión (CEC, § 230). La Eucaristía es la razón de ser de todos los otros sacramentos y muy especialmente del sacramento del orden: nuestros silencios sobre la misa cotidiana privan a numerosos jóvenes de una superabundante fuerza sacramental, delante del llamado divino a un casto matrimonio, o al sacerdocio, o a la vida religiosa; la renovación en el anuncio abrasador de la misa cotidiana condiciona largamente la solución de los más graves problemas de las familias y de la Iglesia. Sin ella, toda verdadera pastoral de conjunto es imposible.
2) El relanzamiento del llamado a la misa cotidiana significa, de la manera más concreta, la vocación de cada uno a la perfección de la caridad, tal como lo ha subrayado el Concilio Vaticano II, porque la Eucaristía es el sacramento del fervor de la caridad, nexo de la perfección. ¿Cómo se podría ser perfecto, como el Padre celestial es perfecto, despreciando el principal medio de serlo, a saber la cotidiana unión eucarística con Cristo mediador?
3) Es paradójico pensar que cerca de un siglo después de la carta liberadora de San Pío X, no haya nacido ningún instituto religioso dedicado en primer lugar a la propagación de la práctica de la misa y de la comunión de cada día entre los laicos, cuando han sido fundados numerosos institutos para poner en valor otros puntos, ciertamente útiles, pero menos fundamentales. Del mismo modo, ninguna de las asociaciones de fieles actualmente existentes parece tener este fin. Nada impide pensar que el tercer milenio estará marcado por la aparición de estas asociaciones y de estos institutos, por cuyas intenciones nos hace falta rezar.
4) Hace falta ir más lejos y reconocer que la Iglesia se vuelve plenamente Iglesia, no solamente cuando sus miembros se reúnen alrededor del sacrificio de la Cruz perpetuado en la Eucaristía, sino además y sobre todo cuando lo hacen cada día. Es sobre todo a través de la misa y de la comunión de cada día que la Iglesia crece sin cesar en el ser y en la caridad. El concilio Vaticano II. citando a San Juan Crisóstomo, nos dice en su decreto sobre el ecumenismo (§15) que es mediante la celebración de la Eucaristía como la Iglesia de Dios se edifica y engrandece. Abramos aquí un paréntesis ecuménico. Un monje atonita de la Iglesia ortodoxa griega, Nicodemo el Hagiorita, publicó en 1783 un libro sobre la comunión cotidiana, presentado al público francófono por el llorado teólogo dominico M. J. Le Guillou . Para este monje, que las Iglesias griega y rusa han canonizado, el que tiene la conciencia pura debe comulgar cada día y hacer así la voluntad de Dios. Según él, el Cristo eucarístico es el pan cotidiano que pedimos al Padre, y la liturgia es esencialmente asamblea eucarística. La Iglesia tiene por razón de ser la unión eucarística de cada uno de sus miembros con Cristo, comido y bebido después de haber sido ofrecido por el mundo entero. Una eclesiología no es plenamente eucarística más que reconociendo la necesidad, para cada uno de sus miembros, de crecer cada día, por una participación siempre más ferviente, en la Eucaristía, en la caridad respecto de Cristo y de los otros bautizados.
El Padre quiere reunirnos cada día, nutriéndonos con su Hijo único. Aceptando la invitación a la comunión cotidiana dignamente preparada, permitimos a Cristo glorificado continuar construyendo por nuestro intermedio su Iglesia local y universal. Tengamos el valor de decirlo: el progreso simultáneo de los creyentes católicos y ortodoxos en dirección de la misa y de la comunión cotidiana debería constituir el factor secreto y mejor que arranque a Dios, mediante la violencia del humilde amor, nuestro común retorno a la plena comunión jerárquica y mutua en la fe integral en la comunión común del Cordero inmolado. En este sentido, esperamos que nuestros hermanos ortodoxos se apresurarán a traducir en las lenguas occidentales el tratado de Nicodemo el Hagiorita sobre la comunión cotidiana.
5) Entre tanto, el tiempo apremia. Antes del regreso de Cristo en gloria, la Iglesia debe pasar por una prueba final que estremecerá la fe de numerosos creyentes: es el misterio de iniquidad del Anticristo que está ya en obra, ¿es decir, el misterio del hombre glorificándose a sí mismo en el lugar de Cristo Eucarístico (cf. CEC, § 675, resumiendo varios textos del Nuevo Testamento)? La Iglesia no entrará en la gloria del reino más que a través de esta última Pascua, siguiendo cada vez más, día a día a su Señor en su muerte y resurrección (CEC 677). Si, el tiempo apremia. ¿Cuándo veremos a los consejos parroquiales y presbiterales intercambiar opiniones sobre los mejores medios de llevar al Cristo cotidiano del altar y del tabernáculo a todo los miembros de la comunidad locales? ¿Cuándo veremos a los obispos pedir al Papa una encíclica sobre la misa dominical y sobre la comunión cotidiana? ¿Cuándo veremos a un Papa convocar en Roma a un sínodo episcopal que trate el supremo consejo evangélico, llamando a la participación cotidiana de todos a la victoria eucarística del Cordero de Dios? ¿Cuándo será que este supremo consejo evangélico, el de la Eucaristía cotidiana - consejo que a diferencia de los otros, no sólo elimine los obstáculos a la obligatoria perfección de la caridad, sino además la nutra positivamente - sea reconocido como el que estructure un modo de vida que no se encuentre más que en la sola Iglesia de Cristo y que esté fundado sobre la fe en Cristo. Tal fue la intuición genial del teólogo español Suarez : el estado de la vida cristiana, fundamento del matrimonio y de la vida religiosa, y él mismo fundado sobre el bautismo y sobre la confirmación, es un estado de perfección. Este estado obliga a la perfección de la caridad, dada por la Eucaristía frecuente y cotidiana. El consejo de la comunión cotidiana se muestra así como el de la perfección eucarística en la caridad. Constituye el punto culminante de la evangelización y de toda la economía orgánica y sacramental de la salvación. Alentando la participación sacramental y cotidiana en el sacrificio eucarístico, el concilio Vaticano II ha promovido un estado de vida estable, el estado de la vida cristiana, con miras a la perfección eterna de los bautizados-confirmados.
La Eucaristía en el Catecismo.
La Santa Misa
Jesús quiso dejar a la Iglesia un sacramento que perpetuase el sacrificio de su muerte en la cruz. Por esto, antes de comenzar su pasión, reunido con sus apóstoles en la última cena, instituyó el sacramento de la Eucaristía, convirtiendo pan y vino en su mismo cuerpo vivo, y se lo dio a comer; hizo participes de su sacerdocio a los apóstoles y les mandó que hicieran lo mismo en memoria suya.
Así la Santa Misa es la renovación del sacrificio reconciliador del Señor Jesús. Además de ser una obligación grave asistir a la Santa Misa los domingos y feriados religiosos de precepto -a menos que se esté impedido por una causa grave-, es también un acto de amor que debe brotar naturalmente de cada cristiano, como respuesta agradecida ante el inmenso don que significa que Dios se haga presente en la Eucaristía.
¿Qué es la Eucaristía?
Es el sacramento del cuerpo y la sangre de Jesucristo bajo las especies de pan y vino. Por medio de la consagración, el sacerdote convierte realmente en su cuerpo y sangre el pan y vino ofrecido en el altar.
¿Qué es la Santa Misa?
Es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz.
¿La Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz?
Si, la Santa Misa es el mismo sacrificio de la Cruz, pero sin derramamiento de sangre, pues ahora Jesucristo se encuentra en estado glorioso.
¿Quién puede celebrar la Santa Misa?
Solamente los sacerdotes pueden celebrar la Santa Misa, pues solo ellos pueden actuar personificando a Cristo, cabeza de la Iglesia.
¿Cuáles son los fines por los que se ofrece la Santa Misa?
Los fines por los que se ofrece la Santa Misa son cuatro: adorar a Dios, agradecerles sus beneficios con pedirle dones y gracias, y satisfacer por nuestros pecados.
La Santa Comunión
La Eucaristía es también banquete sagrado, en el que recibimos a Jesucristo como alimento de nuestras almas.
La Comunión es recibir a Jesucristo sacramentado en la Eucaristía; de manera que, al comulgar, entra en nosotros mismos Jesucristo vivo, verdadero Dios y verdadero hombre, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
La Eucaristía es la fuente y cumbre de la vida de la iglesia, y también lo es de nuestra vida en Dios. La Iglesia manda comulgar al menos una vez al año, en estado de gracia; recomienda vivamente la comunión frecuente y, si es posible, siempre que se asista a la Santa Misa, para que la participación en al sacrificio de Jesús sea completa.
Es muy importante recibir la Primera Comunión cuando se llega al uso de razón, con la debida preparación.
¿Qué es la Santa Comunión?
La Sagrada Comunión es recibir al mismo Jesucristo presente en la Eucaristía.
¿De qué modo está presente Jesucristo en la Eucaristía?
Jesucristo está en la Eucaristía verdadera, real y sustancialmente presente, todo entero, vivo y glorioso, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, bajo cada una de especies y bajo cualquier parte de ellas.
¿La Hostia consagrada es una "cosa"?
No, la Hostia consagrada no es una "cosa", aunque lo parezca; es una Persona Divina, es Jesús vivo y verdadero.
¿Quién puede comulgar?
Puede comulgar el que está gracia de Dios, guarda el ayuno eucarístico y sabe a quién va a recibir.
¿En qué consiste el ayuno eucarístico?
Consiste en abstenerse de tomar cualquier alimento o bebida, al menos desde una hora antes de la Sagrada Comunión, a excepción del agua y de las medicinas. Los enfermos y sus asistentes pueden comulgar aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior.
¿Cuándo se debe recibir la primera comunión?
Se debe recibir cuando se comienza a tener uso de razón, lo cual se supone a partir de los siete años; habiendo recibido previamente la preparación oportuna y el sacramento de la penitencia.
¿Qué pecado comete el que comulga en pecado mortal?
El que comulga en pecado mortal comete un grave pecado llamado sacrilegio.
¿Qué debe hacer el que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal?
El que desea comulgar y se encuentra en pecado mortal no puede recibir la Comunión sin haber acudido antes al sacramento de la Penitencia, pues para comulgar no basta el acto de contrición.
martes, 17 de junio de 2014
¿Porque la Eucaristía es un sacrificio?
La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza. El hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la "alianza nueva y eterna" de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela de juicio bien sea la excelencia del sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo, o bien sea el valor sacrificial de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a Dios.
En este sentido, el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su presentación en el altar.
Efectivamente, este acto litúrgico solemnizado por casi todas las liturgias, "tiene su valor y su significado espiritual". El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto, encuentra su expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista por la reciente reforma litúrgica y acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico.
Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es "Sacrificium", es decir, una "Ofrenda consagrada". En efecto, el pan y el vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera, real y sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, "re-presentan", de modo sacramental e incruento, el Sacrificio propiciatorio ofrecido por El en la cruz al Padre para la salvación del mundo.
¿Porque la Eucaristía es un Sacramento?
La recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada Comunión significa y verifica el alimento espiritual del alma. Y así, en cuanto que en ella se da la gracia invisible bajo especies visibles, guarda razón de sacramento. Jesús al instituir la Eucaristía le confiere intrinsecamente el valor sacramental pues a través de ella Él nos transmite su gracia, su presencia viva. Por ello, la Eucaristía es el más importante de los sacramentos, de donde salen y hacia el que van todos los demás, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunión cristiana.
- Sacramento de Unidad. Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús. Por ello, la Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia, y su celebración sólo es posible donde hay una comunidad de creyentes.
- Sacramento del amor fraterno.La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre juntos. Jesús instituye la Eucaristía como prueba de su inmenso amor por nosotros y pide a los que vamos a participar en ella, que nos amemos como El nos amó. Y, en este sentido, la Eucaristía tiene que estar necesariamente atencedido por el Sacramento de la Reconciliación pues el recibir el "alimento de vida eterna" exige una reconciliación constante con los hermanos y con Dios Padre.
El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación "profana", que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a brrar la distinción entre "sacrum" y "profanum", dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el "sacrum" de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana -fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe- garantiza a este "sacrum" el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia
¿Está Cristo presente en la Eucaristía?
Son varios los caminos por los que podemos acercarnos al Señor Jesús y así vivir una existencia realmente cristiana, es decir, según la medida de Cristo mismo, de tal manera que sea Él mismo quien viva en nosotros (ver Gál 2,20). Una vez ascendido a los cielos el Señor nos dejó su Espíritu. Por su promesa es segura su presencia hasta el fin del mundo (ver Mt 28, 20). Jesucristo se hace realmente presente en su Iglesia no sólo a través de la Sagrada Escritura, sino también, y de manera más excelsa, en la Eucaristía.
¿Qué quiere decir Jesús con "venid a mí"? Él mismo nos revela el misterio más adelante: "Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá nunca sed." (Jn 6, 35). Jesús nos invita a alimentarnos de Él. Es en la Eucaristía donde nos alimentamos del Pan de Vida que es el Señor Jesús mismo.
¿No está Cristo hablando de forma simbólica?
Cristo, se arguye, podría estar hablando simbólicamente. Él dijo: "Yo soy la vid" y Él no es una vid; "Yo soy la puerta" y Cristo no es una puerta.
Pero el contexto en el que el Señor Jesús afirma que Él es el pan de vida no es simbólico o alegórico, sino doctrinal. Es un diálogo con preguntas y respuestas como Jesús suele hacer al exponer una doctrina.
A las preguntas y objeciones que le hacen los judíos en el Capítulo 6 de San Juan, Jesucristo responde reafirmando el sentido inmediato de sus palabras. Entre más rechazo y oposición encuentra, más insiste Cristo en el sentido único de sus palabras: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida" (v.55).
Esto hace que los discípulos le abandonen (v. 66). Y Jesucristo no intenta retenerlos tratando de explicarles que lo que acaba de decirles es tan solo una parábola. Por el contrario, interroga a sus mismos apóstoles: "¿También vosotros queréis iros?". Y Pedro responde: "Pero Señor... ¿con quién nos vamos si sólo tú tienes palabras de vida eterna?" (v. 67-68).
Los Apóstoles entendieron en sentido inmediato las palabras de Jesús en la última cena. "Tomó pan... y dijo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo." (Lc 22,19). Y ellos en vez de decirle: "explícanos esta parábola," tomaron y comieron, es decir, aceptaron el sentido inmediato de las palabras. Jesús no dijo "Tomad y comed, esto es como si fuera mi cuerpo.es un símbolo de mi sangre".
Alguno podría objetar que las palabras de Jesús "haced esto en memoria mía" no indican sino que ese gesto debía ser hecho en el futuro como un simple recordatorio, un hacer memoria como cualquiera de nosotros puede recordar algún hecho de su pasado y, de este modo, "traerlo al presente" . Sin embargo esto no es así, porque memoria, anamnesis o memorial, en el sentido empleado en la Sagrada Escritura, no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. Así, pues, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz permanece siempre actual (ver Hb 7, 25-27). Por ello la Eucaristía es un sacrificio (ver Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1363-1365).
San Pablo expone la fe de la Iglesia en el mismo sentido: "La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?". (1Cor 10,16). La comunidad cristiana primitiva, los mismos testigos de la última cena, es decir, los Apóstoles, no habrían permitido que Pablo transmitiera una interpretación falsa de este acontecimiento.
Los primeros cristianos acusan a los docetas (aquellos que afirmaban que el cuerpo de Cristo no era sino una mera apariencia) de no creer en la presencia de Cristo en la Eucaristía: "Se abstienen de la Eucaristía, porque no confiesan que es la carne de nuestro Salvador." San Ignacio de Antioquía (Esmir. VII).
Finalmente, si fuera simbólico cuando Jesús afirma: "El que come mi carne y bebe mi sangre...", entonces también sería simbólico cuando añade: "...tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,54). ¿Acaso la resurrección es simbólica? ¿Acaso la vida eterna es simbólica?
Todo, por lo tanto, favorece la interpretación literal o inmediata y no simbólica del discurso. No es correcto, pues, afirmar que la Escritura se debe interpretar literalmente y, a la vez, hacer una arbitraria y brusca excepción en este pasaje.
Si la misa rememora el sacrificio de Jesús, ¿Cristo vuelve a padecer el Calvario en cada Misa?
La carta a los Hebreos dice: "Pero Él posee un sacerdocio perpetuo, porque permanece para siempre... Así es el sacerdote que nos convenía: santo inocente...que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día... Nosotros somos santificados, mediante una sola oblación ... y con la remisión de los pecados ya no hay más oblación por los pecados." (Hb 7, 26-28 y 10, 14-18).
La Iglesia enseña que la Misa es un sacrificio, pero no como acontecimiento histórico y visible, sino como sacramento y, por lo tanto, es incruento, es decir, sin dolor ni derramamiento de sangre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1367).
Por lo tanto, en la Misa Jesucristo no sufre una "nueva agonía", sino que es la oblación amorosa del Hijo al Padre, "por la cual Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados" (Concilio Vaticano II. Sacrosanctum Concilium n. 7).
El sacrificio de la Misa no añade nada al Sacrificio de la Cruz ni lo repite, sino que "representa," en el sentido de que "hace presente" sacramentalmente en nuestros altares, el mismo y único sacrificio del Calvario (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1366; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n. 24).
El texto de Hebreos 7, 27 no dice que el sacrificio de Cristo lo realizó "de una vez y ya se acabó", sino "de una vez para siempre". Esto quiere decir que el único sacrificio de Cristo permanece para siempre (ver Catecismo de la Iglesia Católica n. 1364). Por eso dice el Concilio: "Nuestro Salvador, en la última cena, ... instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz." (ver Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium n. 47). Por lo tanto, el sacrificio de la Misa no es una repetición sino re-presentación y renovación del único y perfecto sacrificio de la cruz por el que hemos sido reconciliados
Frutos de la Eucaristía
Frutos de la Eucaristía
- Al recibir la Eucaristía, nos adherimos intimamente con Cristo Jesús, quien nos transmite su gracia.
- La comunión nos separa del pecado, es este el gran misterio de la redención, pues su Cuerpo y su Sangre son derramados por el perdón de los pecados.
- La Eucaristía fortalece la caridad, que en la vida cotidiana tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales.
- La Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales, pues cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más difícil se nos hará romper nuestro vínculo de amor con Él.
- La Eucaristía es el Sacramento de la unidad, pues quienes reciben el Cuerpo de Cristo se unen entre sí en un solo cuerpo: La Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo.
- La Eucaristía nos compromete a favor de los pobres; pues el recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo que son la Caridad misma nos hace caritativos.
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