Queridos hermanos y
hermanas:
Recordando la gran fiesta de la Asunción de María al Cielo,
leemos en el Evangelio estas palabras de Jesús: "Yo soy el pan vivo bajado del
cielo" (Juan 6, 51). No podemos permanecer indiferentes ante esta
correspondencia, que gira en torno al símbolo del "cielo": María ha sido
"elevada" al lugar del que su Hijo había "bajado".
Naturalmente este
lenguaje, que es bíblico, expresa con términos figurativos algo que no entra
completamente en el mundo de nuestros conceptos e imágenes. Pero, ¡detengámonos
un momento a reflexionar!
Jesús se presenta como el "pan vivo", es decir,
el alimento que contiene la vida misma de Dios y es capaz de darla a quien come
de Él, el verdadero alimento que da vida, que alimenta profundamente. Jesús
dice: "si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a
dar es mi carne por la vida del mundo" (Juan 6, 51).
Pues bien, ¿de
quién ha tomado el Hijo de Dios su "carne", su humanidad concreta y terrenal? La
tomó de la Virgen María. Dios tomó de Ella el cuerpo humano para entrar en
nuestra condición mortal. A su vez, al final de la existencia terrena, el cuerpo
de la Virgen fue llevado al cielo por parte de Dios e hizo que entrara en la
condición celestial.
Es una especie de intercambio en el que Dios
siempre toma la iniciativa, pero en cierto sentido, como hemos visto en otras
ocasiones, tiene también necesidad de María, del "sí" de la criatura, de su
carne, de su existencia concreta, para preparar la materia de su sacrificio: el
cuerpo y la sangre para ofrecerla en la Cruz como instrumento de vida eterna y,
en el sacramento de la Eucaristía, como alimento y bebida
espirituales.
Queridos hermanos y hermanas: lo que le sucedió a María es
válido también, de manera diferente aunque real, para todo hombre y mujer,
porque Dios nos pide a cada uno de nosotros que le acojamos, que pongamos a
disposición nuestro corazón y nuestro cuerpo, toda nuestra existencia, nuestra
carne -dice la Biblia-, para que Él pueda habitar en el mundo.
Nos llama
a unirnos a Él en el sacramento de la Eucaristía, Pan partido para la vida del
mundo, para formar juntos la Iglesia, su Cuerpo histórico. Y si nosotros decimos
"sí", como María, en la misma medida de este nuestro "sí" tiene lugar también
para nosotros y en nosotros este misterioso intercambio: quedamos asumidos en la
dignidad de Aquél que ha asumido nuestra humanidad.
La Eucaristía es el
medio, el instrumento de esta transformación recíproca, que tiene siempre a Dios
como fin y como actor principal: Él es la Cabeza y nosotros los miembros; Él es
la Vid, y nosotros los sarmientos, quien come de este Pan y vive en comunión con
Jesús, dejándose transformar por Él y en Él, queda salvado de la muerte eterna:
ciertamente muere como todos, participando también en el misterio de la pasión y
de la Cruz de Cristo, pero ya no es esclavo de la muerte y resucitará el último
día para gozar de la fiesta eterna con María y todos los santos.
Autor: SS Benedicto XVI
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