Dinero, vanidad
y poder no hacen feliz al hombre.
Los auténticos tesoros, las
riquezas que cuentan, son el amor, la paciencia, el servicio a los demás y
la adoración a Dios.
No atesoréis para vosotros tesoros en la
tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren
boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni
carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está
tu tesoro allí está tu corazón». (Mateo 6, 19-23).
No acumuléis tesoros
en la tierra. Es un consejo de prudencia. Tanto que Jesús añade: «Mira que esto
no sirve de nada, no pierdas el tiempo».
Son tres, en particular, los
tesoros de los cuales Jesús pone en guardia muchas veces:
El primer tesoro es el oro, el dinero, las riquezas. Y, en efecto, «no estás
a salvo con este tesoro, porque quizá te lo roben. No estás a salvo con las
inversiones: quizá caiga la bolsa y tú te quedes sin nada. Y después dime: un
euro más ¿te hace más feliz o no?. Por lo tanto, las riquezas son un tesoro
peligroso. Cierto, pueden también servir «para hacer tantas cosas buenas»,
por ejemplo: para poder llevar adelante la familia. Pero, si tú las acumulas
como un tesoro, te roban el alma. Por eso Jesús en el Evangelio vuelve sobre
este argumento, sobre las riquezas, sobre el peligro de las riquezas, sobre el
poner las esperanzas en ellas.
El segundo tesoro del que habla el Señor «es la vanidad», es decir, buscar
"tener prestigio, hacerse ver". Jesús condena siempre esta actitud: Pensemos en
lo que dice a los doctores de la ley cuando ayunan, cuando dan limosna, cuando
oran para hacerse ver. Por lo demás, tampoco la belleza sirve, porque también...
se acaba con el tiempo.
El orgullo, el poder, es el tercer tesoro que Jesús indica como inútil y
peligroso. Una realidad evidenciada en la primera lectura de la liturgia tomada
del segundo libro de los Reyes (11, 1-4. 9-18. 20), donde se lee la historia de
la «cruel reina Atalía: su gran poder duró siete años, después fue asesinada».
En fin, «tú estás ahí y mañana caes», porque «el poder acaba: cuántos grandes,
orgullosos, hombres y mujeres de poder han acabado en el anonimato, en la
miseria o en la prisión...».
He aquí, pues, la esencia de la enseñanza de
Jesús: «¡No acumuléis! ¡No acumuléis dinero, no acumuléis vanidad, no acumuléis
orgullo, poder! ¡Estos tesoros no sirven!».
Más bien son otros los
tesoros para acumular. Hay un trabajo para acumular tesoros que es bueno». Lo
dice Jesús en la misma página evangélica: «Donde está tu tesoro allí está tu
corazón».
Este es precisamente «el mensaje de Jesús: tener un
corazón libre». En cambio «si tu tesoro está en las riquezas, en la
vanidad, en el poder, en el orgullo, tu corazón estará encadenado allí, tu
corazón será esclavo de las riquezas, de la vanidad, del orgullo».
Un
corazón libre se puede tener sólo con los tesoros del cielo: el amor, la
paciencia, el servicio a los demás, la adoración a Dios. Estas «son las
verdaderas riquezas que no son robadas». Las otras riquezas —dinero, vanidad,
poder— «dan pesadez al corazón, lo encadenan, no le dan libertad».
Hay
que tender, por lo tanto, a acumular las verdaderas riquezas, las que «liberan
el corazón» y te hacen «un hombre y una mujer con esa libertad de los hijos de
Dios». Se lee al respecto en el Evangelio que «si tu corazón es esclavo, no será
luminoso tu ojo, tu corazón».
Un corazón libre es un corazón luminoso,
que ilumina a los demás, que hace ver el camino que lleva a Dios, que no está
encadenado, que sigue adelante y además envejece bien, porque envejece como el
buen vino: cuando el buen vino envejece es un buen vino añejo. Al contrario, el
corazón que no es luminoso es como el vino malo: pasa el tiempo y se echa a
perder cada vez más y se convierte en vinagre.
Pidamos al Señor para que
nos dé esta prudencia espiritual para comprender bien dónde está mi corazón, a
qué tesoro está apegado. Y nos dé también la fuerza de «desencadenarlo», si está
encadenado, para que llegue a ser libre, se convierta en luminoso y nos dé esta
bella felicidad de los hijos de Dios, la verdadera libertad».
Autor: SS Francisco
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