En medio de las
dificultades de la vida, el cristiano cuenta con una ayuda única: la figura de
la Madre de Dios «que indica el camino, es decir, Cristo, único mediador que
lleva en plenitud al Padre».
Juan Pablo II profundizó en la fuerza que
puede infundir en un corazón azorado la figura de la Virgen.
Al levantar
la mirada hacia su imagen, explicó el Santo Padre, «podemos afirmar que María,
junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de
la humanidad y del cosmos».
Queridos hermanos
Recordemos
una de las páginas más conocidas del Apocalipsis de Juan. En la mujer encinta,
que da a luz un hijo, ante un dragón rojo como la sangre enfurecido con ella y
con el que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha
visto la imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la intención
original del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la venida del
Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios, es decir, el
Israel bíblico, o sea, la Iglesia. La interpretación mariana no está en
contraste con el sentido eclesial del texto, ya que María es «figura de la
Iglesia» (Lumen Gentium, 63; cf. San Ambrosio, «Expos. Lc», II, 7).
En
lo profundo de la comunidad fiel aparece por tanto el perfil de la Madre del
Mesías. Contra María y la Iglesia se levanta el dragón, que evoca a Satanás y el
mal, como lo indica la simbología del Antiguo Testamento: el color rojo es signo
de guerra, de masacre, de sangre derramada; las «siete cabezas» coronadas
indican un poder inmenso; mientras que los «diez cuernos» evocan la fuerza
impresionante de la bestia, descrita por el profeta Daniel (cf. 7,7), imagen
también del poder prevaricador que amenaza a la historia.
El bien y el
mal, por tanto, se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la
aparente debilidad y pequeñez del amor, de la verdad, de la justicia. Contra
ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la violencia, de la
mentira, de la injusticia. Pero el canto que sella el pasaje nos recuerda que el
veredicto definitivo es confiado a «la salvación, el poder y el reinado de
nuestro Dios y la potestad de su Cristo» (Apocalipsis 12, 10).
Ciertamente en el tiempo de la historia, la Iglesia puede verse obligada
a refugiarse en el desierto, como el antiguo Israel en marcha hacia la tierra
prometida. El desierto, entre otras cosas, es el refugio tradicional de los
perseguidos, es el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina
(cf. Génesis 21, 14-19; 1Reyes 19,4-7). Ahora bien, en este refugio la mujer
permanece sólo durante un período de tiempo limitado, como subraya el
Apocalipsis (cf. 12,6.14). El tiempo de la angustia, de la persecución, de la
prueba no es, por tanto, definitivo: al final, vendrá la liberación y será la
hora de la gloria.
Contemplando este misterio desde una perspectiva
mariana, podemos afirmar que «María, junto a su Hijo, es la imagen más
perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos.
La Iglesia deber mirar hacia ella, que es su madre y modelo, para
comprender el sentido de su propia misión en plenitud» (Congregación para la
Doctrina de la Fe, «Libertatis conscientia», 22-3-1986, n. 97; cf. «Redemptoris
Mater», 37).
Fijemos, entonces, nuestra mirada en María, imagen de la
Iglesia peregrina en el desierto de la historia, que se dirige a la meta
gloriosa de la Jerusalén celeste, donde resplandecerá como Esposa del Cordero,
Cristo Señor. La Iglesia de Oriente honra a la Madre de Dios como la
«Odiguitria», la que «indica el camino», es decir, Cristo, único mediador que
lleva en plenitud al Padre. Un poeta francés ve en ella «la criatura en su
estado original y en su lozanía final, como surgió de Dios en la mañana de su
esplendor original» (Paul Claudel, «La Vierge à midi», editorial Pléiade, página
540).
En su inmaculada concepción, María es el modelo perfecto de la
criatura humana, llena desde el inicio de esa gracia divina que sostiene y
transfigura a la criatura (cf. Lucas 1, 28), que escoge siempre, en su libertad,
el camino de Dios. De este modo, en su gloriosa asunción al cielo, María, es la
imagen de la criatura llamada por Cristo resucitado a alcanzar, al final de la
historia, la plenitud de la comunión con Dios en la resurrección a una eternidad
bienaventurada. Para la Iglesia, que experimenta con frecuencia el peso de la
historia y el asedio del mal, la Madre de Cristo es el emblema luminoso de la
humanidad redimida y abrazada por la gracia que salva.
La meta última de
la vicisitud humana llegará cuando «Dios sea todo en todo» (1 Corintios 15, 28)
y, como anuncia el Apocalipsis, cuando «el mar deje de existir» (21, 1), para
explicar que el signo del caos destructor y del mal será finalmente eliminado.
Entonces la Iglesia se presentará ante Cristo como «como una novia ataviada para
su esposo» (Apocalipsis 21, 2). Esa será la hora de la intimidad y del amor sin
fisuras. Pero ya desde ahora, al mirar a la Virgen elevada al cielo, la Iglesia
comienza a experimentar la alegría que le será ofrecida en plenitud al final de
los tiempos.
En la peregrinación de fe a través de la historia, María
acompaña a la Iglesia como «modelo de la comunión eclesial en la fe, en la
caridad y en la unión con Cristo. Eternamente presente en el misterio de Cristo,
ella está, en medio de los apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente
y de la Iglesia de todos los tiempos. Efectivamente, "la Iglesia fue congregada
en el cenáculo con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos. No se
puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del
Señor, con sus hermanos» (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Communionis
notio», 28-5-1992, n. 19; cf. San Cromacio de Aquileya, «Sermo» 30, 1).
Cantemos, entonces, nuestro himno de alabanza a María, imagen de la
humanidad redimida, signo de la Iglesia que vive en la fe y en el amor,
anticipando la plenitud de la Jerusalén celeste. «El genio poético de san Efrén
el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a
María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia
siríaca» («Redemptoris Mater», 31). Es él quien presenta a María como imagen de
belleza: «Ella es santa en su cuerpo, bella en su espíritu, pura en sus
pensamientos, sincera en su inteligencia, perfecta en sus sentimientos, casta,
firme en sus propósitos, inmaculada en su corazón, eminente, llena de todas las
virtudes» («Himnos a la Virgen María» 1,4; editorial Th. J. Lamy, «Hymni de B.
Maria», Malines 1886, t. 2, col. 520). Que esta imagen resplandezca en el
corazón de toda comunidad eclesial como reflejo perfecto de Cristo y que sea
como un signo que se alza por encima de los pueblos, como «ciudad colocada en la
cumbre de una montaña», y «lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos»
(cf. Mateo 5, 14-15).
Autor: SS Juan Pablo II
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