El
sacerdote, durante la Misa, alza sus manos sosteniendo en alto a Jesús
Eucaristía.
Es la Elevación Y mi corazón te contempla a su derecha, María Santísima, sosteniendo amorosamente su brazo, en tanto que San José se halla a su izquierda. Ambos, con infinita delicadeza y suave firmeza, ayudan al sacerdote al sostener al Niño… - ¿Al Niño, Madre? - Si hija mía- respondes a mi alma sin soltar tu preciosa carga- el Niño... José no aparta la mirada de las manos del sacerdote. Ambos son perfectos custodios del Hijo amado. - Dime, Madre, pues no comprendo ¿Por qué Tu y José ayudan al sacerdote a sostener la Hostia? Tu manto con piedritas bordadas se ilumina de repente: - ¿Sabes hija? En cada Elevación vuelven a mi alma aquellos recuerdos de Belén, cuando José y yo tomábamos al pequeño Jesús en brazos. Le alzábamos alto y le contemplábamos… con infinito amor, con serena admiración. Por eso es que, José y yo, nos acercamos al sacerdote en cada Elevación, para volver a abrazar a Jesús. Las manos consagradas del sacerdote sostienen delicadamente al Niño. Si, un Divino Niño que parece pan, pero los ojos de mi alma ven más allá de su apariencia. Esas manos consagradas sostienen a Jesús con la misma delicadeza que José y María lo hacían en los días de Belén. Las manos santas y las consagradas se han unido, se han mezclado, prodigando al pequeño, las mas suaves caricias. Y mi alma te entrega la pregunta. - ¿Belén? ¿Belén en la Elevación, Señora mía? - Si hija, Belén, José y yo alzando al Niño Y la Parroquia se transporta toda a la cueva de Belén Tu, Madre junto a tu esposo, toman delicadamente a Jesús bebe y lo van elevando para que lo vean los pastores. Luego dejan al Niño en manos del sacerdote, quien pronuncia la magnifica invitación: "Dichosos los invitados a la Cena del Señor" Y sé que no soy digna, Señor, de que entres en mi casa, pero una sola palabra Tuya bastara para sanarme. Es tiempo de comunión. Es tiempo de abrazo. Sales majestuosamente del humilde copón y vas nombrándonos, a todos, uno a uno. Y eres Niño, y eres Hombre... y eres mi Dios… Te entregas en un abrazo perfecto, único, irrepetible. Así, entre parroquianos y pastores, te llegas a mi alma. Vuelvo lentamente al banco de la parroquia y te suplico, Señora mía: - Sostenlo, Madre, sostenlo en mi corazón con esa delicadeza que solo Tus manos tienen. Sostenlo y dile que le amo. Tus palabras llegan a Su Corazón más puras que las mías… Maestra del alma, gracias... Gracias por hacerme conocer este pequeño gran secreto de amor. Gracias por ayudar a cada sacerdote a sostener al Niño. Ahora viviré plenamente cada Elevación, porque tu generoso Corazón descorrió, para mí, un poquito, el velo que cubre el más profundo de los misterios: La Eucaristía. Niño de brazos tiernos y perfume de pan. Pan que llega a mi alma con el acompasado latido del Sagrado Corazón de Jesús. Amiga mía, amigo mío que lees este pequeño relato de amor. Espero que tu alma se inunde de gozo al contemplar, en cada Misa, este sencillo pero profundo gesto. La Elevación. Aunque tus ojos vean solo las manos del sacerdote, tu corazón sabrá, que otras Manos sostienen tan preciosa carga, desde la eternidad. NOTA de la autora: Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna.
Autor: María Susana Ratero | Fuente:
Catholic.net
|
jueves, 20 de junio de 2013
Con Maria y José, en la Elevación
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario