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| Dignos hijos de tal 
Madre |  
 
  Allá por el principio de todos los 
tiempos, un ángel particularmente avispado y vivaracho merodeaba curioso muy 
cerca de donde la Santísima Trinidad estaba reunida en consejo. Se detuvo 
aguzando sus “sentidos” y quedó enganchado por la curiosidad ante lo que allí se 
estaba planeando. 
  El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con encendida 
ilusión y haciendo pleno uso de su infinita sabiduría, omnipotencia y amor, se 
daban a la tarea de idear el proyecto creatural más sublime y excelso que iba a 
salir de sus manos divinas. 
  Tendrá una mirada limpia e intuitiva como 
la de los ángeles, pues su alma será tan pura como ellos; y sus ojos serán 
verdaderas ventanas al cielo, porque cielo será toda su alma. 
  Su sonrisa 
lucirá irresistiblemente contagiosa, como trasparencia de una felicidad interior 
plena y auténtica. 
  Su voz ha de ser clara y agradable, casi mágica, pues 
a través de ella inducirá a un sueño tranquilo a los niños, infundirá consuelo, 
paz y confianza en los corazones atribulados y orientará hacia el bien muchos 
pasos vacilantes. 
  Sus dos hermosas manos serán capaces de multiplicarse 
en mil por lo hacendosas y solícitas ante sus quehaceres y las necesidades de 
los demás. 
  El ángel, mientras escuchaba, daba rienda suelta a su 
vivaz imaginación embelesado ante la imagen de esa creatura; y su arrebato 
crecía a medida que iban añadiéndose detalles.
  Su cuerpo, además de 
una perfección y belleza sin par, tendrá que ser de una resistencia extrema para 
soportar constantes desvelos, para mantenerse en actividad de sol a sol, para 
comer muchas veces a deshoras y otras tantas ni siquiera comer o comer sólo a 
base de sobras… 
  Su corazón rebosará de un amor inmenso, el amor más 
semejante y cercano al nuestro que jamás haya existido ni existirá; y su 
capacidad de sacrificio igualará a su capacidad de amar.
 
  Cuando 
el ángel oyó la palabra “sacrificio”, no pudo evitar encogerse de alas y arquear 
las cejas en señal de incomprensión y admiración.
 
  La bondad será 
el sello distintivo de todos sus gestos, palabras, actitudes y pensamientos. Su 
paciencia no habrá de tener límites ya que vendrá puesta a prueba muchas veces, 
día y noche. Su generosidad tampoco tendrá medida, puesto que quienes se 
beneficiarán de ella serán innumerables.
  De pronto, Dios Padre, que 
desde el primer momento se había percatado del atrevimiento del ángel, se volvió 
a él para interpelarlo. Pero éste, con su agilidad y espontaneidad 
características, se le adelantó con una pregunta:
  -¿De quién se trata, 
Señor? ¡Dímero, por favor! Dios Padre, desarmado ante la expresión de 
inocencia e interés de aquella creatura angélica, respondió sin poder disimular 
su entusiasmo:
  -Se llamará María y será Madre de mi Hijo cuando se haga 
hombre; y será, por tanto, Madre de Dios y también Madre de todos los hombres. 
Por eso, en su honor, cada mujer y madre que exista en la tierra será creada a 
su imagen y semejanza.
  Quiero, además, que mi Hijo pase con ella la 
inmensa mayoría del tiempo que dure su vida terrena -30 de sus 33 años- por dos 
motivos: primero, para que en su progresivo aprender humano sea precisamente de 
ella de quien aprenda todas las virtudes; y segundo, para que Ella reciba de Él, 
durante el mayor tiempo posible, el cariño del mejor de los hijos. Ojalá, que de 
este modo, los hombres valoren qué Madre les he regalado y la traten como se 
merece, a ejemplo de mi Hijo.
  Dicho esto, Dios Padre miró fijamente al 
ángel y tras un gesto entre admirativo e interrogativo, esbozó una sonrisa y le 
dijo:
  -Vaya, al ver tu reacción, acabo de percatarme de que en los 
ángeles también puede darse la “envidia”… pero es de la buena. Haz que ese 
sentimiento te lleve a ti y a tus demás compañeros ángeles custodios, a ayudar a 
todos los hombres a ser dignos hijos de tal Madre.
 
 
 
  
Preguntas o comentarios al autor
 P. Marcelino de 
Andrés
  
 
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