Cierta matrona romana, señora principal, solía enviar al bienaventurado San Gregorio las hostias que ella misma hacía para el santo sacrificio de la Misa, mostrándose en esta obra muy solícita y cuidadosa.
Al maligno espíritu, capital enemigo de todo lo bueno, que según la expresión del Apóstol San Pedro anda alrededor de nosotros como león rugiente aguardando el momento de la presa, le pareció excelente ocasión para turbar a la señora primero con tentaciones de vanagloria, luego con impertinentes dudas acerca de la fe en el augusto Sacramento, y finalmente haciendo que sin dejar las prácticas piadosas cayera en manifiesta incredulidad.
En efecto: aconteció un día estando arrodillada esta señora en el altar para recibir la Comunión de manos de San Gregorio, en el momento solemne en que el Santo Pontífice iba a darle la Sagrada Hostia diciendo aquellas palabras que usa la Iglesia: Corpus Dómini nostri JesuChristi custodian ánimam tuam, se pone a reír la referida señora como si hubiese perdido la fe y la devoción.
Al advertir el Santo retiró al punto la mano y puso sobre el ara del altar la Forma consagrada. Acabada la Misa pregunto el pontífice delante de todo el pueblo a la señora la causa de su risa en aquella ocasión tan impropia. Sorprendida por tal pregunta, no se atrevía al principio a declarar el motivo, más después, dijo: “Me río de que digas que ese pan que yo he amasado sea el Cuerpo de Cristo”.
Admirado de la respuesta San Gregorio no contesto palabra, pero se puso al instante con todo el pueblo a orar al Señor para que alumbrara con su divina luz a aquella mujer incrédula.
Apenas acabaron su fervorosa oración sucedió un maravilla, y fue que la Hostia sacrosanta se dejó ver en carne humana, y en esta forma, presente el pueblo allí congregado, la mostró también el Santo Pontífice a la señora, cuyo prodigio la redujo, al punto, a la fe de este misterio y confirmo en ella a todos los circunstantes.
En presencia de tan gran portento determinaron seguir orando, lo que se hizo con extraordinario recogimiento y fervor, hasta que se vio como aquella carne se reducía a la forma de hostia que antes tenía, y tomándola el Santo Pontífice en sus manos la dio en comunión a la señora; glorificando todos al Supremo Hacedor que se dignó obrar tales maravillas para que un alma recuperase la fe en el augusto Sacramento.
San Gregorio murió en el año 604, y la Iglesia honra la memoria de tan gran Pontífice el 12 de mayo. (Pablo y Juan, diáconos, Vida de San Gregorio Magno, lib, 2 cap 21).
Adaptado de: Evangelio del Día 2013-08-08 (www.evangeliodeldia.org)
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