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El tiempo de la Cuaresma rememora los cuarenta años que el pueblo de
Israel pasó en el desierto mientras se encaminaba hacia la tierra
prometida, con todo lo que implicó de fatiga, lucha, hambre, sed y
cansancio...pero al fin el pueblo elegido gozó de esa tierra maravillosa,
que destilaba miel y frutos suculentos (Éxodo 16 y siguientes).
También para nosotros, como fue para los israelitas aquella travesía por el
desierto, la Cuaresma es el tiempo fuerte del año que nos prepara para la
Pascua o Domingo de Resurrección del Señor, cima del año litúrgico, donde
celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el mal, y por
lo mismo, la Pascua es la fiesta de alegría porque Dios nos hizo pasar de
las tinieblas a la luz, del ayuno a la comida, de la tristeza al gozo
profundo, de la muerte a la vida.
La Cuaresma ha sido, es y será un tiempo favorable para convertirnos y
volver a Dios Padre lleno de misericordia, si es que nos hubiéramos alejado
de Él, como aquel hijo pródigo (Lucas 15, 11-32) que se fue de la casa del
padre y le ofendió con una vida indigna y desenfrenada. Esta conversión se
logra mediante una buena confesión de nuestros pecados. Dios siempre tiene
las puertas de casa abiertas de par en par, y su corazón se le rompe en
pedazos mientras no comparta con nosotros su amor hecho perdón generoso.
¡Ojalá fueran muchos los pecadores que valientemente volvieran a Dios en
esta Cuaresma para que una vez más experimentaran el calor y el cariño de
su Padre Dios!
Si tenemos la gracia de seguir felices en la casa paterna como hijos y amigos
de Dios, la Cuaresma será entonces un tiempo apropiado para purificarnos de
nuestras faltas y pecados pasados y presentes que han herido el amor de ese
Dios Padre; esta purificación la lograremos mediante unas prácticas
recomendadas por nuestra madre Iglesia; así llegaremos preparados y limpios
interiormente para vivir espiritualmente la Semana Santa, con todo la
profundidad, veneración y respeto que merece. Estas prácticas son el ayuno,
la oración y la limosna.
Ayuno no sólo de comida y bebida, que también será agradable a Dios, pues
nos servirá para templar nuestro cuerpo, a veces tan caprichoso y tan
regalado, y hacerlo fuerte y pueda así acompañar al alma en la lucha contra
los enemigos de siempre: el mundo, el demonio y nuestras propias pasiones desordenadas.
Ayuno y abstinencia, sobre todo, de nuestros egoísmos, vanidades, orgullos,
odios, perezas, murmuraciones, deseos malos, venganzas, impurezas, iras,
envidias, rencores, injusticias, insensibilidad ante las miserias del
prójimo. Ayuno y abstinencia, incluso, de cosas buenas y legítimas para
reparar nuestros pecados y ofrecerle a Dios un pequeño sacrificio y un acto
de amor; por ejemplo, ayuno de televisión, de diversiones, de cine, de
bailes durante este tiempo de cuaresma. Ayuno y abstinencia, también, de
muchos medios de consumo, de estímulos, de satisfacción de los sentidos;
ayuno aquí significará renunciar a todo lo que alimenta nuestra tendencia a
la curiosidad, a la sensualidad, a la disipación de los sentidos, a la
superficialidad de vida. Este tipo de ayuno es más meritorio a los ojos de
Dios y nos requerirá mucho más esfuerzo, más dominio de nosotros mismos,
más amor y voluntad de nuestra parte.
Limosna, dijimos. No sólo la limosna material, pecuniaria: unas cuantas
monedas que damos a un pobre mendigo en la esquina. La limosna tiene que ir
más allá: prestar ayuda a quien necesita, enseñar al que no sabe, dar buen
consejo al que nos lo pide, compartir alegrías, repartir sonrisa, ofrecer
nuestro perdón a quien nos ha ofendido. La limosna es esa disponibilidad a
compartir todo, la prontitud a darse a sí mismos. Significa la actitud de
apertura y la caridad hacia el otro. Recordemos aquí a san Pablo: “Si
repartiese toda mi hacienda...no teniendo caridad, nada me aprovecha” (1
Corintios 13, 3). También san Agustín es muy elocuente cuando escribe: “Si
extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no
has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aún cuando
no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna”.
Y, finalmente, oración. Si la limosna era apertura al otro, la oración es
apertura a Dios. Sin oración, tanto el ayuno como la limosna no se
sostendrían; caerían por su propio peso. En la oración, Dios va cambiando
nuestro corazón, lo hace más limpio, más comprensivo, más generoso...en una
palabra, va transformando nuestras actitudes negativas y creando en
nosotros un corazón nuevo y lleno de caridad. La oración es generadora de
amor. La oración me induce a conversión interior. La oración es vigorosa
promotora de la acción, es decir, me lleva a hacer obras buenas por Dios y
por el prójimo. En la oración recobramos la fuerza para salir victoriosos
de las asechanzas y tentaciones del mundo y del demonio. Cuaresma, pues,
tiempo fuerte de oración.
Miremos mucho a Cristo en esta Cuaresma. Antes de comenzar su misión
salvadora se retira al desierto cuarenta días y cuarenta noches. Allí vivió
su propia Cuaresma, orando a su Padre, ayunando...y después, salió por
nuestro mundo repartiendo su amor, su compasión, su ternura, su perdón. Que
Su ejemplo nos estimule y nos lleve a imitarle en esta cuaresma. Consigna:
oración, ayuno y limosna.
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