Un tema difícil y hermoso: la relación entre Dios y cada corazón.
Por un
lado, Dios con su grandeza, su bondad, su omnipotencia.
Dios es perfecto,
bueno. Su nombre más hermoso: Padre. Su deseo más grande: acoger a sus hijos en
casa. Su pena más honda: nuestra ingratitud, desidia, pereza, pecado. Su
potencia más conmovedora: la misericordia ofrecida a todos.
Por otro
lado, la pequeñez del hombre. Miseria, egoísmo, impureza, avaricia, odio,
soberbia, ingratitud. Un cúmulo de males y de mezquindades de todo tipo. Vidas
vacías a pesar del cúmulo de experiencias y emociones con las que, locamente,
buscamos apagar la sed de bien, de verdad, de belleza, que sólo podemos
encontrar en Alguien como Dios.
¿Cómo se conjugan dos polos tan
diferentes? El movimiento inicia siempre desde el lado de Dios: por amor nos
creó. Por amor nos espera. Por amor ofrece tiempo para que sea posible romper
con el pecado, volver a casa, empezar a recorrer el camino que lleva a vivir de
modo bueno.
Sin la disponibilidad del hombre, Dios no puede cambiar los
corazones. Hace falta, ante la acción que viene del Amor, abrir puertas, dejar
miedos, confiar. La parte que corresponde a la libertad humana no puede ser
sustituida ni siquiera por Dios.
Pero incluso ese abrir, cambiar, empezar
de nuevo, es ya parte del gran regalo de Dios.
Sólo cuando acogemos la
luz que viene del cielo, somos capaces de descubrir la presencia del pecado.
Entonces reconocemos nuestros errores y mezquindades. Estamos listos para alzar
los ojos al cielo y suplicar el regalo del perdón.
Así empieza una nueva
historia. Dios y mi corazón han entrado en sintonía. Empiezo a vivir según la
Alianza de Amor que Cristo trajo al mundo por encargo de su Padre, que también
es nuestro.
Autor: P. Fernando Pascual LC
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