  | 
 | 
Es hermoso poder amar y ser amados. Hay personas que 
nos dan su afecto porque aprecian nuestras cualidades, nuestra alegría, nuestra 
eficacia. O quizá nos aman porque resultamos simpáticos, tenemos un corazón 
bueno, sabemos animar a quien está a nuestro lado.
Cuando descubrimos que 
otros nos quieren, intentamos conservar en ellos la buena imagen que tienen de 
nosotros. Queremos que piensen que somos honestos, generosos, que tenemos 
cualidades. Nos dolería mucho que descubriesen nuestros defectos, que saliesen a 
la luz debilidades, faltas, traiciones más o menos serias a la amistad. Nos da 
miedo perder a quien es amigo de verdad.
Pero no siempre es posible 
aparecer como hombres buenos. Tarde o temprano un enfado, un momento de pereza, 
una cobardía, una condescendencia a un placer ilícito salen a la luz. El amigo, 
el compañero, tal vez el familiar que tanto confiaba en nosotros, descubre ese 
lado oscuro que hasta ahora habíamos ocultado con tanto esfuerzo. Entonces 
tenemos miedo: ya no se nos ve como hombres buenos. Quizá perdamos pronto a un 
amigo. 
El pasado no puede ser borrado. Una vez que la falta ha sido 
cometida queda allí, escrita, como historia imborrable. A veces corre de voz en 
voz. Otras veces (muchas, por desgracia) los hechos son aumentados, son 
agigantados, y la calumnia y la murmuración hacen el resto. Una tarde de paseo 
con un amigo o una amiga de la infancia se convierte poco a poco en una traición 
constante al esposo o a la esposa a quien siempre fuimos fieles. Cuando ella o 
él llega a saberlo, su mirada, triste, dolorida, nos clava una espina profunda, 
nos llena de dolor, quizá incluso de amargura y desconsuelo.
La historia 
de nuestras relaciones con Dios es distinta. Sabemos que nos conoce y que nos 
ama siempre, que nos ofrece su cariño a pesar de todo. No podemos ocultar ante 
Su corazón lo que hicimos: un pecado, un coqueteo con la tentación, una cobardía 
cuando estábamos llamados a vivir honestamente nuestros compromisos de familia y 
de trabajo. No hay caretas con las que podamos engañarle y hacerle creer que 
somos buenos.
Esta es la gran paradoja del cristianismo, su gran 
misterio. Si el amigo traicionado puede cerrarnos la puerta, puede dejarnos 
abandonados, puede no contestar el teléfono cuando descubre que llamamos, Dios 
nos quiere, a pesar de todo. Su amor es demasiado grande, quizá incluso nos 
puede parecer injusto. Conoce cada minuto que cedemos al egoísmo, cada escapada 
de nuestra imaginación enloquecida, cada rencor acumulado en lo más profundo de 
nuestro corazón. Eso no le asusta: deja las puertas abiertas para que 
regresemos, para que podamos volver a sus brazos, para que demos un paso hacia 
atrás y abandonemos ese pecado, ese gesto de soberbia, y nos arrodillemos, 
humildemente, sencillamente, para pedir, una vez más, perdón.
Quizá no 
comprenderemos nunca por qué Dios nos quiere tanto. Nosotros quisiéramos que 
terminase con los criminales, que llenase el infierno con quienes abusan de los 
niños, que lanzase un rayo para impedir que los ladrones roben a gente anciana o 
para que los "listos" no triunfen en los negocios a base de trampas y de 
fraudes. Su silencio nos deja sorprendidos. Tal vez comprenderemos que es el 
mismo silencio con el que nos mira a nosotros, a nosotros que condenamos 
fácilmente cuando muchas veces hemos hecho cosas malas, tal vez peores que las 
que acusamos en los demás.
Así es Dios, un misterioso enamorado del 
hombre. De cada hombre: de mí, con mi historia, mis defectos, mis pecados. De 
aquellos que me han hecho daño, que me han traicionado, que no eran tan amigos 
como me imaginaba. Cuando penetremos un poco ese misterio seremos capaces de ser 
buenos con los malos, como nos enseñó Jesucristo. Podremos rezar el Padrenuestro 
con esa frase que nos cuesta, pero que nos llena de esperanza: "Perdónanos... 
como también nosotros perdonamos...".
No somos perfectos. Los otros, los 
más íntimos, tampoco. Sólo cuando aceptemos nuestra realidad podremos 
acercarnos, como los publicanos y las prostitutas, a Cristo. Nos dirá que no nos 
condena. Nos pedirá que no pequemos más. Nos amará. No porque lo merezcamos, 
sino porque nos quiere de un modo misterioso y grande. Entonces sí podremos 
perdonar, y pedir también a quien fallamos su perdón, su afecto.
Ante los 
ojos de Dios, cada conversión hace el cielo será más hermoso y la vida más 
bella. Habrá fiesta entre los ángeles, bailes y cantos de alegría. Alguien que 
conoce nuestro barro no deja de querernos y de amarnos, a pesar de 
todo...
 
Autor: P. Fernando Pascual
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario