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Se habla mucho de autosuperación, un 
concepto que puede ser entendido de varias maneras. No se habla casi nunca de 
heterosuperación, quizá porque antes hay que encontrar una buena definición para 
una palabra tan inusual.
  En estas líneas heterosuperación significa 
dejarse ayudar, abrirse a manos amigas y a consejos sabios, a la guía de quien 
sabe más y ve mejor. Se trata de descubrir un horizonte nuevo de rostros 
cercanos que animan y acompañan con respeto y con acierto.
  Es normal que 
deseemos ser mejores. También es normal, por desgracia, que uno no se decida a 
emprender el camino: por pereza, por prisas, por respeto humano, por egoísmo, 
por dejarse arrastrar ante las mil exigencias de lo inmediato.
  Avanzar 
hacia la superación personal no resulta nada fácil. Pero encuentra una ayuda y 
un estímulo especial cuando unos ojos y unos corazones nos miran con afecto, 
infunden confianza, y nos dicen: adelante, cuenta conmigo en tu lucha 
diaria.
  Si la ayuda viene no sólo de familiares y amigos buenos, sino del 
mismo Dios, la heterosuperación se convierte en un camino maravilloso hacia la 
meta más importante: la santidad.
  Porque la auténtica mejoría humana 
consiste precisamente en romper con el pecado, en dejar avaricias esclavizantes, 
en mirar hacia el horizonte del Evangelio y sentir una invitación hermosa y 
magnífica a la confianza: con Cristo a nuestro lado, todo lo podemos (cf. Jn 
16,33; Flp 4,13).
  Cuando dejamos que Dios, el mejor "Otro" que entra en 
la historia humana, comience a ayudarnos en la propia vida, todo adquiere un 
matiz diferente. Nace la esperanza, se curan las heridas más profundas desde la 
misericordia. El Pan de vida da fuerzas para el camino y permite crecer en la 
virtud central del cristianismo: la caridad.
  Frente a un mundo 
autorreferencial y pelagiano, denunciado continuamente por el Papa Francisco, el 
auténtico creyente en Cristo busca dejarse ayudar, vive en una continua 
heterosuperación. Es decir, pone su confianza en el Maestro, y escucha en su 
corazón las mismas palabras que animaron a san Pablo: "Mi gracia te basta, que 
mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2Co 12,9). 
  
Autor: P. Fernando Pascual LC
  
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