viernes, 12 de septiembre de 2014

La Autoestima, una trampa para el amor


La Autoestima, una trampa para el amor
La Autoestima, una trampa para el amor
– ¿Para qué lees esto? ¡La autoestima no es cristiana! – dije, tomando el libro que mi amiga acababa de poner sobre la mesa.

Se trataba de un ejemplar de pasta dura en el que se leía con grandes letras azules sobre fondo blanco: "Convierte a tu hijo en un triunfador” y en letras más pequeñas: “Diez consejos para elevar la autoestima de tus hijos”, escrito por una Dra. Scott, psicoanalista y terapeuta de una Universidad inglesa.

Fue muy notorio el respingo que dieron y la expresión de escándalo con la que me voltearon a ver todos los presentes al escuchar mi frase, a la que yo no encontraba nada de extraño. Al ver la reacción y sentir las miradas que me traspasaban como cuchillos ardientes, alcé un poco los hombros, sonreí tímidamente y mirando un poco a todos, repetí de manera pausada:

– Pues… de verdad… la autoestima NO es cristiana!

Estábamos en una reunión en la que había padres y madres de familia, algunos de ellos psicólogos, católicos todos y todos practicantes. Y no digo practicantes de “misa de domingo”, sino de esos practicantes de verdad practicantes: de misa diaria y confesión quincenal, de Ejercicios espirituales anuales, dirección espiritual y formación continua. Digamos que se trataba de un público sumamente selecto.

Días más tarde me enteré del porqué de la violenta reacción ante mi frase. Resultó ser que varias mamás de las ahí presentes, estaban llevando a sus hijos con los psicólogos, también presentes, por haber sido diagnosticados en el colegio (católico, por supuesto) con un problema de “baja auto estima” y, claro, el dinero salía del bolsillo de las mamás y se iba al de los psicólogos, para pagar las terapias enfocadas a “elevar la autoestima” que les estaban aplicando a sus pequeños retoños.

Peor aún… luego me enteré que uno de los psicólogos ahí presentes vive de impartir talleres de autoestima a maestros, alumnos y padres de familia. Digamos que… sin yo saberlo, toqué fibras sensibles, extremadamente sensibles.

Eran mis amigos… Y digo “eran” porque no sé si lo seguirán siendo después de aquella noche. Pero como yo no sabía en ese momento la historia de las terapias y los talleres, tranquilamente expliqué por qué había dicho lo que había dicho.

Fue un discurso más corto que el que pondré ahora, pero… a final de cuentas, fue más o menos lo mismo.

Ahora quise ponerlo por escrito, sólo por si hay algunos más que piensen que la autoestima, de la que tanto se habla hoy en día, es compatible con el cristianismo.

INDICE DE CONTENIDOS

1. ¿De dónde viene el término "autoestima"? ¿Cuál es su origen?
2. La autoestima es contraria a las enseñanzas de Cristo
3. El Evangelio nos enseña lo opuesto a la autoestima
4. La autoestima en el Antiguo Testamento
5. La autoestima de los santos
6. La autoestima en el Magisterio de la Iglesia
7. La autoestima en el pensamiento tomista y en la doctrina del Juicio final
8. La autoestima… ¿una herejía antigua que vuelve a renacer?
9. Los halagos, los elogios y la autoestima
10. Diferentes significados que se le dan al término "autoestima"
11. Resultados sociales de la promoción de la autoestima
12. Si tu hijo te dice que no puede, que no vale, ¿tampoco hay que elevarle la autoestima?
13. Conclusión: La auténtica realización no tiene que ver con la autoestima


1. ¿De dónde viene el término "autoestima"? ¿Cuál es su origen?



El término “auto-estima” que viene del inglés “self-esteem” fue inventado por Sigmund Freud, y difundido luego por Carl Jung y Carl Rogers, que de católicos… no tienen absolutamente nada y que está comprobado el daño real que han hecho a la Iglesia y al mundo entero con sus teorías. Para saber más de este tema, hacer click aquí.

Para Freud, la religión es una neurosis infantil que impide crecer al hombre y llegar a su madurez. Dice que es algo inventado por el hombre para apaciguar su angustia y llenar su necesidad de protección.

Según él, Dios-Padre es el fantasma del hombre-niño que no se atreve a afrontar su realidad y que busca un refugio para su sentimiento de culpa. La autoestima es la liberación de ese Dios-fantasma y al desarrollarse, permite el crecimiento de la persona como adulto autónomo, sin Dios ni religión.

“Yo soy”, “Yo tengo”, “Yo puedo”, “No necesito de nadie”, “Todo me lo merezco”… fomentar la autoestima es fomentar el orgullo, la soberbia, la avaricia, la codicia, la lujuria… porque en ella, el centro es el “Yo” y todo es autocomplacencia del yo.

Pero no es el caso ahora hablar de los errores de Freud, pues ya muchos lo han hecho: el P. Antonio Orozco Desclós y el Dr. Aquilino Polaino en varios de sus libros.

Principalmente Rudolf Allers (1883-1963) lo ha explicado de manera magistral en su libro What´s wrong with Freud?

Basta decir por ahora, para los fines de este artículo, que el origen del término “autoestima” no es cristiano y su significado original, tal como fue concebido por Freud y que es el que se promueve en la sociedad actual en libros, revistas, programas, talleres, clínicas, cursos y terapias de autoestima, tampoco es cristiano.


2. La autoestima es contraria a las enseñanzas de Cristo



La autoestima, tal como la concibió Freud y tal como se presenta en los talleres y libros que están de moda, dice “ámate a ti mismo” y Jesucristo, por el contrario, dice “niégate a ti mismo”:

“El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame enseguida, porque el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”

Jesús no dice ÁMESE a sí mismo, sino NIÉGUESE a sí mismo. ¿Necesitamos más comprobación que eso?

He visto en algunas clínicas de autoestima, que para ganar clientes católicos, utilizan en sus anuncios a Jesucristo, arguyendo que Él nos dijo que te tienes que amar a ti mismo para amar a los demás y para esto, citan la frase: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”

Pero, si nos fijamos bien, el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo. El “como a ti mismo” es sólo el modo de hacerlo. Y por supuesto, no es lo mismo decir “Ama a tu prójimo como a ti mismo” que “Ámate a ti mismo para poder amar a tu prójimo”.

Es un simple truco de mercadotecnia que nos engaña fácilmente.

Si seguimos leyendo el Evangelio, vemos que cuando Jesús dice eso, completa la frase diciendo “En esto se resumen la Ley y los profetas”

La ley hebrea se resume en esos dos mandamientos, pero es una ley todavía incompleta e imperfecta.

Jesucristo nos dice más adelante: “No he venido a abolir la ley, sino a perfeccionarla” y la perfeccionó, sí que la perfeccionó, dándonos un nuevo mandamiento, el Mandamiento del Amor: “Un nuevo mandamiento os doy: Que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado”

Jesús sustituye el “como a ti mismo” por algo mucho más ambicioso y perfecto: “como Yo los he amado”.

¿Y cómo nos amó Jesucristo? Entregándose a sí mismo, olvidándose por completo de sí, renunciando a todo por amor a nosotros… y siendo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.

Los que defienden sólo el “amar a los otros como a nosotros mismos”, sin tomar en cuenta el nuevo mandamiento, se quedaron antes de Jesucristo (están un poco pasados de moda), se quedaron en la Ley Antigua, en la ley del talión “Ojo por ojo y diente por diente” o en la ley mínima de “No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti”

Se quedan cortos, cortísimos, pues el amor que nos predicó Jesucristo, con su Palabra y con su vida, va mucho más allá de amar a los otros “como a nosotros mismos”. Lo novedoso, lo actual, es amarnos unos a otros tal como Jesús nos amó.

“Éste es el mensaje revolucionario de Cristo, por el que sus discípulos son puestos en disyuntiva de negarse a sí mismos, de dominar y sublimar sus egoísmos brutales para servir desinteresadamente a sus semejantes, o simplemente, de renunciar a ser discípulos suyos. Y no quiso dejar lugar a dudas: lo afirmó con la palabra, llamándolo su mandamiento nuevo, distintivo de cuantos quisieran seguirle, y lo confirmó con obras, muriendo en la cruz en acto de servicio amoroso, el más grande, a los hombres, y de glorificación humilde a su Padre celestial.” (P. Marcial Maciel, 22 de abril de 1973)


3. El Evangelio nos enseña lo opuesto a la autoestima



Bastan, para comprobarlo, algunas frases y escenas sacadas del Evangelio:

“El que se enaltece, será humillado y el que se humilla será enaltecido”
“Quien quiera ganar su vida, la perderá y quien la pierda por amor a mí, ése la ganará”
“El que quiera ser el primero entre vosotros que sea el servidor de todos”
“Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros”
“Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos”
“Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere no dará fruto, pero si muere dará mucho fruto”
“No he venido a ser servido, sino a servir”

Jesús reprueba la actitud del fariseo: "Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás..." y alaba, en cambio, la actitud del publicano, que no se sentía digno: "Apiádate de mí, que soy pecador". Reprueba al que tiene una “elevada autoestima” y alaba al de la “baja autoestima”.

Alaba la actitud del centurión que se declara indigno “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”.

Le concede el favor a la mujer moabita que acepta ser comparada con un perro: “Los perrillos también comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”.

Perdona los pecados a la mujer pecadora que se lanza a sus pies, “con la autoestima hasta el suelo” y en cambio, reprueba la actitud de Simón el fariseo, quien por tener “una elevada autoestima” se olvida de ofrecerle agua a Jesús para que se lavase los pies.

Hay más actitudes del cristiano, tomadas del Sermón de la Montaña, que resultan impensables para alguien que tenga “un elevado concepto de sí mismo” que es lo que ofrecen los cursos y talleres de autoestima:

“Ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian”
“Al que te roba el manto, dale también la túnica”
“Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra”
“Al que te obliga a acompañarlo una milla, acompáñalo dos”
“Da a quien te pida y no reclames al que te quita lo tuyo”
“Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial”.
“Cuando ores, métete en tu cuarto y cierra la puerta para que nadie te vea”
“Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha”
“Cuando ayunes, lávate el rostro para que nadie se dé cuenta”

Están también las Bienaventuranzas:

“Felices los pobres… los que tienen hambre… los que lloran… los mansos… los misericordiosos…”

“Felices seréis cuando os injurien y os persigan y digan toda clase de mal contra ustedes por mi causa… Alegraos y estad contentos porque su recompensa será grande en el cielo”

¿En dónde quedó la autoestima? En ningún lugar del Evangelio encontramos que Jesús diga: “Si quieres ser feliz, ámate a ti mismo”. Más bien dice todo lo contrario:
“El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo…”.

La teoría de la “autoestima” nos dice que el alto concepto que tengamos de nosotros mismos y la confianza que tengamos en nosotros mismos y en nuestras capacidades es lo que nos hará ser personas “realizadas”.

Cristo nos dice exactamente lo contrario: que para ser verdaderamente felices debemos negarnos a nosotros mismos, que primero están Dios y los demás y que uno debe ser el último. Nos asegura que, al negarnos a nosotros mismos y al poner las cosas en ese orden, entonces nos realizaremos como personas. La “autoestima”, por el contrario, nos lleva a que seamos nosotros el centro de nuestra atención (egocentrismo) y a que nos sirvamos primero a nosotros mismos (egoísmo).

Cuando el pobre de Pedro, con buenas intenciones, intentó alimentar la autoestima al Señor, tratando de disuadirlo de la Pasión, diciéndole seguramente algo como: "No, Señor, eso no pasará, tú eres muy bueno, no debes sufrir tanto…", Jesús lo rechazó de inmediato: “Apártate de mí, Satanás”.

Y… las tentaciones en el desierto, claramente el demonio tentaba a Jesús por su “autoestima”. “Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan”; “Si eres el Hijo de Dios tírate de este precipicio”; “Todos estos reinos te daré…”.
¿Cuál fue la respuesta de Jesús? “Apártate de mí, Satanás”.

Llegado a este punto, tal vez alguno que tenga una elevada autoestima, esté pensando en renegar de su fe cristiana y quedarse mejor como un buen judío, antes de las enseñanzas de Jesucristo. Pero en el Antiguo Testamento tampoco se habla a favor de la autoestima.


4. La Autoestima en el Antiguo Testamento



En la Sagrada Escritura nunca se nos habla de que sea necesaria la estima de uno mismo, la confianza en uno mismo, la seguridad en nosotros mismos. Todo lo contrario: a lo largo de toda la Historia de la Salvación, Dios nos narra en las Sagradas Escrituras los nefastos efectos de la autoestima, tal como la entiende el mundo hoy y la promueven los talleres y libros.

Ya en el Génesis nos encontramos con Adán y Eva, que, cuando la serpiente les quiso “elevar la autoestima” diciéndoles “Seréis como dioses”… cometieron el pecado original, perdieron el Paraíso, perdieron la presencia de Dios, perdieron los dones preternaturales… y se vieron “desnudos”, es decir, sin nada.

Caín, cuando se sintió “herido en su autoestima” porque su sacrificio no había sido agradable a Dios, asesinó a su hermano Abel, quedando marcado para siempre y condenado a vivir como un errante en la Tierra.

Los constructores de la Torre de Babel, por tener “una elevada autoestima” al sentirse que eran poderosos porque sabían fabricar ladrillos, sus lenguas se confunden y dejan su obra a medio terminar.

Podemos imaginarnos hasta donde habrá “bajado la autoestima” de Noé, cuando tuvo que obedecer a Dios, construyendo un barco enorme en lo alto de una montaña y lejísimos del mar… la de burlas que le habrán hecho. Y luego… para colmo, cuarenta días y cuarenta noches durmiendo entre animales, limpiando suciedades de animales… a cualquiera se le baja la autoestima con eso. Se ve que Dios no le daba demasiada importancia a la autoestima de sus elegidos.

También podemos imaginar en dónde estaba “la autoestima” de David, cuando se presentó con una vil resortera (honda), confiando sólo en Dios, para luchar contra el gigante Goliat, quien estaba armado hasta los dientes, tenía una “elevada autoestima” y se burlaba con grandes carcajadas de él.

Vemos a Sansón, a quien Dios le había dado una fuerza sobrenatural y su larga cabellera era señal de que estaba consagrado a Dios. Fue capaz de grandes hazañas, hasta el día en que llegó Dalila a “impartirle un taller de autoestima”. Lo durmió acariciándolo, acariciando sus fuertes músculos y su tupida cabellera… (acariciando su autoestima) y, una vez dormido, le cortó el pelo, quitándole su confianza en Dios… Sansón perdió toda su fuerza. Lo apresaron, le sacaron los ojos, lo pusieron a trabajar como un asno… hasta que tuvo “su autoestima destrozada” y entonces recuperó la confianza en Dios y pudo librar a su pueblo de los opresores.

También encontramos ejemplos bíblicos con “una elevada autoestima”: El rey Antíoco, en el libro de los macabeos, el rey Nabucodonosor, mandaron construir grandes estatuas con su imagen para que los hombres los adorasen. Una elevada autoestima, de oro y plata con pies de barro. La Palabra de Dios no habla bien de ellos.

Gedeón triunfó en la lucha sin querer aparecer y sin sentirse digno de esa misión: «Ah, Señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre» (Jue 6,15). Todavía Dios baja más su “autoestima” reduciendo su ejército a sólo 300 hombres, para que se notara bien que el triunfo era de Dios. Gedeón no tenía de qué jactarse, pues era muy obvio que el Señor le había dado la victoria.

Salomón, siendo un rey sabio, cuando “se eleva su autoestima” viéndose querido y admirado por las mujeres más bellas y más ricas del mundo, pierde toda su sabiduría, se entrega a los dioses paganos y ocasiona la división del Reino de Israel.

Jeremías nos advierte sobre el peligro de confiar en nosotros mismos:"Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza ... Bendito el hombre que confía en el Señor y en Él pone su esperanza..." (Jer 17, 5-8).

Toda la historia del pueblo de Israel es una historia de triunfos y fracasos, de dichas y tristezas. Triunfan cuando confían en Dios y fracasan cuando confían en ellos mismos. Les va bien cuando confían sólo en Dios y les va fatal cuando desconfían del poder de Dios y quieren resolver los problemas con sus propias fuerzas.


5. La autoestima de los santos



No recuerdo a un solo santo que haya sido santo “por amarse a si mismo”. Más bien al revés: todos los ejemplos de los grandes santos nos hablan de su olvido de sí mismos para entregarse a los demás por amor a Dios.

San Pablo

El gran Saulo de Tarso, antes de encontrarse con Cristo, tenía una elevadísima autoestima: era fariseo de los más importantes, discípulo de Gamaliel, del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable.

Se gloriaba "en sus obras de la ley" y pensaba que por su "justicia" (una alta autoestima), tenía todos los derechos a "la bendición de Dios" (prosperidad, seguridad, fecundidad, bienes materiales y espirituales...). Pero el buen Saulo, al conocer a Cristo, reconoce que todo lo anterior es pérdida, más aún basura, en comparación al conocimiento de Cristo.

San Pablo, el gran apóstol de los gentiles, al conocer a Cristo “perdió su autoestima” y se designó a sí mismo como “el primero de los pecadores” (1 Tm 1,15), “un mísero hombre” (Romanos 7,24) y “menos que el más pequeño de los santos” (Ef 3,8).

A los Filipenses les dice: “Piensen con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Flp 2,3).

Más adelante escribiría: “Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte ” (2 Cor 12,10) y “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
“Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Todo lo tengo por basura (hasta yo mismo) con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8). "Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy” (1 Tm 1,12ss)

San Pablo nos habló de la ”autoestima” al predecir sobre los últimos tiempos: “los hombres se amarán más a sí mismos que a Dios, y todo bajo apariencia de bien” (2 Tim. 3, 4).

Les escribe a los corintios: “En realidad, no pretendemos ponernos a la altura de algunos que se elogian a sí mismos, ni compararnos con ellos. El hecho de que se midan con su propia medida y se comparen consigo mismos, demuestra que proceden neciamente.” (2 Cor 11,12)

“El que se gloría, que se gloríe en el Señor. Porque el que vale no es el que se recomienda a sí mismo, sino aquél a quien Dios recomienda.” (2 Cor 11,18)

San Agustín

San Agustín, mientras fue hereje y pecador, tuvo una “elevada autoestima”. Él mismo lo pone en sus confesiones y cuenta que veía en donde estaba el bien y sabía lo que tenía que hacer, pero no podía hacerlo, pues él mismo había tejido unas cadenas que lo mantenían atado.

Se gustaba a sí mismo, se admiraba a sí mismo, se sentía orgulloso de la imagen que los otros tenían de él y eso le impedía levantarse y convertirse. Fue hasta que se dio cuenta de su miseria, cuando por fin “se le bajó la autoestima”, que se echó debajo de la higuera y rompió a llorar desconsoladamente. Desde entonces fue un gran santo.

Él mismo dijo: “Nos has hecho para ti, Señor y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”. Entendió que el descanso no se encuentra en la auto confianza, sino en Dios. Escribió, entre otras muchas cosas, esta hermosa oración:

Señor Jesús, que me conozca a mí y que te conozca a ti; que no desee otra cosa sino a ti; que me odie a mí, y te ame a ti y que todo lo haga siempre por ti;
que me humille y que te exalte a ti; que no piense nada más que en ti; que me mortifique, para vivir en ti y que acepte todo como venido de ti;
que renuncie a lo mío y te siga sólo a ti; que siempre escoja seguirte a ti; que huya de mí y me refugie en ti y que merezca ser protegido por ti;
que me tema a mí y tema ofenderte a ti; que sea contado entre los elegidos por ti; que desconfíe de mí y ponga toda mi confianza en ti y que obedezca a otros por amor a ti; que a nada dé importancia sino tan sólo a ti; que quiera ser pobre por amor a ti. Mírame para que sólo te ame a ti; llámame, para que sólo te busque a ti y concédeme la gracia de gozar para siempre de ti. Amén.

San Alfonso María de Ligorio escribe: “no somos capaces por nosotros mismos de hacer nada bueno. Cualquier bien que hagamos, viene de Dios y cualquier cosa buena que tengamos, pertenece a Dios”.

La Madre Teresa de Calcuta, tampoco demostró tener preocupación por su alta o baja autoestima. Cuando le preguntaban por su salud, decía: “No sé, no he pensado en ello, tengo demasiadas cosas que hacer por los demás como para pensar en mi propia salud”.

Ella no habló nunca de la importancia de amarse a sí mismo, pero sí nos habló del amor a los otros:

Señor, cuando tenga hambre, dame alguien que necesite comida;
Cuando tenga sed, dame alguien que precise agua;
Cuando sienta frío, dame alguien que necesite calor.
Cuando sufra, dame alguien que necesita consuelo;
Cuando mi cruz parezca pesada, déjame compartir la cruz del otro;
Cuando me vea pobre, pon a mi lado algún necesitado.
Cuando no tenga tiempo, dame alguien que precise de mis minutos;
Cuando sufra humillación, dame ocasión para elogiar a alguien; Cuando esté desanimado, dame alguien para darle nuevos ánimos.
Cuando quiera que los otros me comprendan, dame alguien que necesite de mi comprensión;
Cuando sienta necesidad de que cuiden de mí, dame alguien a quien pueda atender;
Cuando piense en mí mismo, vuelve mi atención hacia otra persona.

Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos;
Dales, a través de nuestras manos, no sólo el pan de cada día, también nuestro amor misericordioso, imagen del tuyo. Madre Teresa de Calcuta M.C.

Tomás de Kempis

"Hijo, no puedes poseer libertad perfecta si no te niegas a ti mismo del todo. Todos los que se aman a sí mismos, están en prisiones, son codiciosos, curiosos y vagabundos, buscan de continuo las cosas delicadas, y no las que son de Jesucristo”.
"¡Oh si hubieses llegado a tanto que no fueses amador de ti mismo y estuvieses puramente a mi voluntad! Entonces me agradarías mucho y pasarías tu vida en gozo y paz. (...) Desprecia la sabiduría terrena, y el humano contentamiento y el tuyo propio." (Cap XXXVI de La Imitación de Cristo).


6. La autoestima en el Magisterio de la Iglesia



Así como no encontré ningún santo con una elevado concepto de sí mismo, tampoco he podido encontrar en la enseñanza milenaria de la Iglesia nada que hable de la autoestima o de la necesidad de amarnos a nosotros mismos para poder amar a los demás. Por el contrario, encontré que siempre se ha enseñado que todo lo hemos recibido de Dios y que nada podemos y nada somos sin Dios

Los Padres de la Iglesia definen el pecado como “El amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios” y definen la santidad como “El amor a Dios hasta el desprecio de uno mismo”.

El Concilio Vaticano II, en la Gaudium et Spes, habla del fomento de la autoestima como una de las formas del ateísmo actual, diciendo “Mientras unos niegan expresamente a Dios[...] Algunos exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios [...]”. (G.S. n. 19).

El Catecismo de la Iglesia Católica, nos habla de la dignidad de la persona humana, pero no nos dice que debamos amarnos o enorgullecernos por ello:
1700. La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios […]. Con sus actos libres […] y con la ayuda de la gracia (los hombres) crecen en la virtud y evitan el pecado […] Así acceden a la perfección de la caridad.

También el Catecismo nos habla de la necesidad de educar a los hijos, pero no nos habla de los talleres de autoestima, sino por el contrario, nos habla de formar su conciencia para preservarlos del egoísmo y del orgullo:
1784 La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida […] Una educación prudente enseña la virtud; preserva o cura del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

Juan Pablo II en su Mensaje de la Paz del año 2005, cita expresamente a San Agustín para recordarnos que el Reino del mundo se construye en el amor a uno mismo, mientras que el Reino de los Cielos se construye en el desprecio de sí hasta el amor a Dios. Estas son sus palabras textuales:

«El que ama su vida, la pierde». Estas palabras no expresan desprecio por la vida, sino, por el contrario, un auténtico amor por la misma. Un amor que no desea este bien fundamental sólo para sí e inmediatamente, sino para todos y para siempre, en abierto contraste con la mentalidad del «mundo».
En realidad, la vida se encuentra cuando se sigue a Cristo por la «senda estrecha». Quien sigue el camino «ancho» y cómodo, confunde la vida con satisfacciones efímeras, despreciando la propia dignidad y la de los demás”. Juan Pablo II 4-03-2001, Mensaje para la Cuaresma.

Benedicto XVI en su carta dedicada al amor, Deus Caritas est, no dedica ni un solo número a hablar del amor a uno mismo. Si, como predican algunos, es tan necesario amarse primero uno mismo para poder amar a los demás, ¿No resulta extraño que el Papa, en 42 números dedicados a hablar del amor, no dedique ni uno solo a la autoestima?

Benedicto XVI nos habla del amor de Dios por nosotros y de cómo lo tenemos que reflejar en el amor a nuestros hermanos (de eso trata toda la encíclica), pero no nos dice jamás que nos debemos amar primero a nosotros mismos.

“Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás”

El amor que nos viene de Dios debe llegar a nosotros y fluir desde ahí, como cascada de agua viva hacia los demás. No tenemos por qué quedárnoslo y contemplarlo como si fuera nuestro. El Papa nos define el amor como un salir del yo encerrado en sí mismo, hacia la entrega de sí”

“Ciertamente, el amor es ´éxtasis´, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios". (Deus Caritas est n.9)

Hace poco nos lo recordó en una de sus homilías:

"Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.

La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra." (Benedicto XVI . Homilía 7 de mayo de 2006)

La Iglesia como Madre y Maestra conoce la debilidad del hombre y sabe que es imposible para él dar continuamente sin recibir nada a cambio. Por esta razón, nos enseña una y otra vez, que la fuente de nuestro amor hacia los demás es el amor que Dios me tiene y no el amor a mí mismo. Yo puedo amar a los demás sin esperar nada de ellos, porque sé que soy amado por Dios.

Benedicto XVI nos lo dice con estas palabras:

"Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)." (Deus Caritas est n.7)

Así que… para amar a los demás, el Papa nos dice que no hay que beber del amor a uno mismo (como dicen los talleres de autoestima “Ámate a ti mismo para poder amar a los demás”), sino de la fuente original, que es el amor que Dios nos tiene.

Antes de escribir esto, estuve buscando con mucho detenimiento y durante varios días, algún documento del magisterio autorizado de la Iglesia en el que se hablara de la autoestima. Hasta donde llegó mi investigación, puedo afirmar que no existe en todo el Magisterio de la Iglesia ninguna Encíclica; Carta, Exhortación o Constitución Apostólica; Motu Proprio o Bula Papal, en 2000 años de historia del Magisterio, en el que el Papa hable o mencione siquiera el término autoestima.

Sin embargo, hay cientos de documentos que hablan de la negación y el olvido de uno mismo y se pueden encontrar muy fácil, en cualquier parte del Magisterio y hasta en los ritos de religiosidad popular.

Como ejemplo, veamos algunas frases que usó el Card. Ratzinger en el Vía Crucis del año 2005:

"Jesús mismo ofrece la interpretación del Vía crucis, nos enseña cómo hemos de rezarlo y seguirlo: es el camino del perderse a sí mismo, es decir, el camino del amor verdadero. Él ha ido por delante en este camino.
[...]
Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no ofrecerla. Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos nuestra vida.
[...]
Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, del miedo a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a encontrar, en el «perder la vida», la vía del amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10)." (Joseph Ratzinger, Vía Crucis en el Coliseo 2005)


7. La autoestima en el pensamiento tomista y en la doctrina del Juicio final



Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, confirma claramente cómo la autoestima, tal como se entiende hoy en día, es del todo incompatible con la santidad y cómo, la única manera de que el amor a sí mismo sea un amor ordenado, es cuando busca no los bienes sensibles (un elevado concepto de sí mismo), sino sólo los bienes espirituales de la persona (la santidad).

Para Santo Tomás, la caridad es amistad, que él define como participar la bienaventuranza al otro. Por esa razón, nos dice que uno sí puede amarse a sí mismo, pues desea la salvación para sí; nos explica que el recto amor a uno mismo consiste en desear la bienaventuranza para uno mismo (desear ser santo y luchar por ser santo). Nos hace ver que la manera de cumplir con ese amor ordenado a uno mismo, es solamente amando a Dios y al prójimo (es decir, negándonos a nosotros mismos para entregarnos a los demás). Nada que ver con la autoestima.

Esta explicación de Sto. Tomás, encuadra perfectamente el "ama a tu prójimo como a ti mismo" de la ley Antigua, que Jesús no vino a abolir, sino a perfeccionar: Si amarme a mí mismo significa desear para mí la salvación, entonces "amar a mi prójimo como a mí mismo" significa desear para ellos la salvación. Y esto no es "elevar la autoestima" mía o de los otros, sino entregarme yo a los demás y ayudarlos a que ellos también se olviden de sí mismos y se entreguen.

Estas son las citas textuales de Santo Tomás, hablando de este tema:

“El amor propio, principio del pecado, es el característico de los pecadores, que llegan hasta el desprecio de Dios, como allí mismo se dice, pues los malos de tal modo codician los bienes externos que menosprecian los espirituales.” (Suma Teológica-II-IIae (Secunda secundae) Cuestión 25 art 8)

“Son vituperados quienes se aman a sí mismos por amarse en conformidad con la naturaleza sensible a la que obedecen. Y eso no es amarse verdaderamente a sí mismo según la naturaleza racional, que dicta que amemos para nosotros los bienes que atañen a la perfección de la razón. De este segundo modo principalmente atañe a la caridad amarse a sí mismo.” (Suma Teológica-II-IIae (Secunda secundae) Cuestión 25 art 4)

“Sin embargo, se debe intimar al hombre el modo de amar, a efectos de que se ame a sí mismo y a su propio cuerpo de manera ordenada, y esto se cumple efectivamente amando a Dios y al prójimo.” (Suma Teológica-II-IIae (Secunda secundae) Cuestión 44)

Sto. Tomás nos dice, en ese mismo capítulo, que los malos creen amarse a sí mismos, pero realmente no lo hacen, pues con su amor propio (egoísta) están perdiendo la salvación. Nos dice también que los buenos, aunque no lo saben ni lo pretenden, sí se aman a sí mismos, pues con su entrega y su olvido de sí, están ganando la salvación.

Para profundizar en la riqueza del pensamiento de Santo Tomás acerca del recto amor a uno mismo, entendido como el deseo de llegar a poseer los bienes espirituales (la unión completa con Dios), y corroborar que este recto amor no se parece nada a la autoestima que nos quieren vender los psicólogos modernos, sino que es contrario a ella, vale la pena leer completa la cuestión 25 de esta segunda parte de la Suma Teológica.

Se puede ver que las enseñanzas de Sto. Tomás acerca del recto amor a sí mismo, están perfectamente resumidas en la frase del Evangelio: "El que quiera ganar su vida, la perderá y el que pierda su vida por amor a mí, ése la ganará"

Este pensamiento tomista queda perfectamente explicado con la narración que Jesús nos hace de lo que sucederá en el juicio final. Ahí nos dice Nuestro Señor que seremos analizados en el amor, pero no en el amor a nosotros mismos, sino en el amor a los demás:

“Venid benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino que hemos preparado para vosotros, porque tuve hambre y me dísteis de comer, tuve sed y me dísteis de beber, estuve desnudo y me vestísteis, encarcelado y enfermo y me visitásteis…”

En ningún momento dice Jesús que se salvarán los que tengan una alta autoestima, pero sí los que supieron amar a los demás.

Así que si queremos que nuestros hijos se amen a sí mismos de la manera recta que habla Sto. Tomás, no debemos comprar libros que tengan por título "Eleva la autoestima de tu hijo", sino regalarles otros muy diferentes, como "La imitación de Cristo" de Kempis, por poner sólo un ejemplo.


8. La autoestima… ¿una herejía antigua que vuelve a renacer?



Los talleres de autoestima enseñan a los niños a “amarse a sí mismos”, “aceptarse a sí mismos”, “confiar en sí mismos”, “sentirse orgullosos de sí mismos, de lo que son, de lo que tienen y de lo que pueden”.

El cristianismo, ya lo hemos visto, nos enseña a ver que todo lo que tenemos y somos nos viene de Dios, que no tenemos nada de qué enorgullecernos y que nada podemos si no es con la ayuda de Dios. “Sin mi, nada podéis hacer”

Pelagio, un hereje del s. V, enseñaba, entre otros disparates, exactamente lo mismo que ahora enseñan en los talleres de autoestima. Él afirmaba que el hombre nace siendo bueno (negaba el efecto del pecado original) y que podía salvarse por sus propias fuerzas, sin necesidad de la ayuda de Dios (negaba la necesidad de la gracia).

El pelagianismo quedó pronto desaprobado y olvidado, fue rechazado en el Sínodo de Cartago en el año 418 d.C; en el concilio de Éfeso en el año 431; y en el Sínodo de Orange en el año 529; sin embargo las herejías no mueren, sino que se transforman.

Lo que hoy llaman "autoestima", "autorrealización", “autosuficiencia”, “confianza en uno mismo”, “seguridad personal”, etc... pienso, como una opinión muy personal, que no es más que una mutación del pelagianismo… una herejía antigua, resucitada en el S XX.

Dice el P. Marcelino de Andrés en uno de sus libros: La agonía de Cristo continúa en esos pobres cristianos que son engañados por los falsos doctores, seducidos por sus teorías "pseudorredentoras", arrancándoles de cuajo la fe de su alma, al apartarles del verdadero camino de la cruz, del amor al hombre por Dios, valorando la soberbia disfrazada de "autoestima" y la adoración al propio YO, en lugar de la adoración al Dios Creador, Padre de Jesucristo y Padre Nuestro.


9. Los halagos, los elogios y la autoestima



Es verdad que el niño debe saberse amado para desarrollarse adecuadamente, pero no es necesario estárselo diciendo todo el día, como recomiendan los talleres de autoestima, para que él lo sepa.

Pienso que el ejemplo del amor desinteresado de sus padres por él, será la mejor manera de que el niño se dé cuenta de que lo quieren, sin necesidad de que se lo digan. Si un niño ve todos los días a unos padres que se entregan uno a otro, a sus hijos y a los demás de manera desinteresada e incondicional, él se sentirá amado por ellos y aprenderá a amar de la misma manera que sus padres lo hacen.

Pero vale aclarar que no todos los halagos son forzosamente malos o perjudiciales. Hay palabras que hacen milagros y son los halagos bien hechos, esto es, dirigidos no a los talentos del niño: “Oh, qué guapo” “Oh, qué inteligente” “Oh, qué hábil” (de eso no tiene que enorgullecerse, pues le ha sido dado por Dios), sino dirigidos al recto aprovechamiento de los talentos recibidos para el servicio de los demás:

Al niño inteligente que explica la tarea al hermano pequeño, se le dirá “Qué bueno que estés usando para el bien la inteligencia que Dios te dio”. Al que es hábil con las manos y arregla algo que estaba descompuesto, se le elogiará, no la habilidad, sino “lo bien que está aprovechando su habilidad manual”. De esta manera, desde pequeños los haremos conscientes de la gran responsabilidad que tienen por cada uno de los dones que les han sido dados.

De esa manera es como elogiaba Jesucristo a las personas:

“Ven, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, yo te constituiré sobre lo mucho, entra en el gozo de tu Señor” Lo elogia no por sus cualidades, sino porque ha hecho buen uso de lo que había recibido.

A la viuda del templo, la alaba no por ser viuda o ser pobre, sino por lo que hizo con lo poco que tenía “Ella ha dado más que todos”

Sin embargo, también hay que cuidar que esos halagos por el recto uso de los talentos no generen “autoestima” en el niño, pues el hecho de que sepamos utilizar y aprovechar lo que nos han dado en bien de los demás, es simplemente lo normal, lo natural, lo que tenemos que hacer.

“Cuando hayáis hecho todo lo que les he mandado, decid: siervos inútiles somos, no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”

Con esta frase de Jesucristo queda muy claro que no debemos sentirnos orgullosos de nosotros mismos (una elevada autoestima) ni siquiera cuando hayamos hecho obras buenas con los talentos que Dios nos ha dado.

Al respecto, C.S. Lewis dice en su libro Mere Christanity:

"El niño al que se le dan unas palmadas en la espalda por haber hecho bien la lección, la mujer a la que su amante le alaba su belleza, el alma salvada a la que Cristo le dice: “Bien hecho”, se complacen, y deberían complacerse. Porque ahí la complacencia reside no en lo que tú eres, sino en el hecho de que has agradado a alguien a quien querías (y querías de manera muy justa) agradar. El problema comienza cuando pasas de pensar: “Le he agradado; todo está bien” a pensar, “¡Qué excelente persona soy yo por haberlo hecho así!”

El P. Michel Esparza, autor del libro que lleva por título "La autoestima del cristiano" nos pone en guardia contra los tratamientos psicoterapéuticos para elevar la autoestima, diciendo:

"Quien se sabe hijo de Dios, se olvida fácilmente de sí mismo y aumenta la calidad de su amor a los demás. En cambio, quien desconoce esa dignidad, se ve impelido a cosechar éxitos que aumenten su autoestima y le hagan merecedor de la estima ajena. Pero de ese modo nunca alcanza una buena relación consigo mismo y con los demás, porque el yo está envenenado por el amor propio y jamás se satisface del todo. Quien desconozca el amor de Dios, ante sus propias miserias, tendrá dos opciones: o bien reconocerlas y deprimirse, o bien autoengañarse, eventualmente con ayuda de psicoterapia (hay quienes acuden a un psicoterapeuta para que les convenza de que son personas fabulosas). Pero así nunca se obtiene una paz duradera, porque la inteligencia engañada siempre protesta. "

Las terapias de autoestima definitivamente no se llevan bien con el cristianismo.


10. Diferentes significados que se le dan al término "autoestima"



Lo que más me sorprendió en aquella plática con mis amigos, fue cómo fueron cambiando de significado a la palabra autoestima conforme avanzaba la plática.

Al inicio, todos estaban de acuerdo en que el hombre tenía que amarse a sí mismo para poder luego amar a los demás. Es decir, aceptaban que “autoestima” era lo mismo que “amor a uno mismo”.

Conforme la plática fue avanzando, de pronto decidieron que no, que ellos se referían a “sentirse orgullosos de lo que son”

Cuando vieron que esto tampoco funcionaba en los cristianos, dijeron que se referían a “estar orgullosos de lo que hacen”

Total que luego, al decir lo de los siervos inútiles, pasaron a “confianza en uno mismo”, “seguridad personal” y terminaron diciendo que se referían al “aprecio por la dignidad del ser humano”

Pienso que el lenguaje debe ser bien utilizado y que hay que llamar al pan “pan “ y al vino, “vino”. Es incorrecto utilizar el término “autoestima” para definir “la valoración de la propia dignidad como ser humano”, pues el término es “self-esteem” (estima del YO) y no humanbeing-esteem o person-esteem. El significado de “self” siempre ha sido, es y será “mi Yo”, “mi Ego” (usando términos de Freud) y trae implícito el significado de poner al Yo en el centro, botando a Dios lejos de la vida de la persona.

El mismo P. Michel Esparza, confiesa en una entrevista, que decidió usar el término autoestima en el título de su libro… porque suena bonito, porque está de moda, porque así lo leerá el hombre de la calle… en resumen, por cuestiones de marketing. Sus palabras textuales en dicha entrevista, son:

"He escogido el término «autoestima» por su indudable resonancia positiva. Esta temática es universal, pero con mi libro intento ayudar especialmente a personas con cierta tendencia al agobio perfeccionista.
Hay otra razón por la que empleo el término autoestima: al ser de uso común, permite divulgar el mensaje cristiano de cara al hombre de la calle. Además, la temática de la autoestima está de moda y hablar de ella en cristiano permite corregir ciertos enfoques erróneos."

La autoestima, como tal, no puede ser algo cristiano, pues forzosamente, el lugar que ocupe en nuestro corazón el amor a nosotros mismos, es un lugar que le quitamos al amor a Dios y a los hombres.


11. Resultados sociales de la promoción de la autoestima



La promoción de la autoestima es un tema que ha ocasionado gran confusión y grandes destrozos en familias y en congregaciones completas, fomentando el egoísmo antes que el amor.

No existe ningún estudio en el que se demuestre algún resultado positivo de la autoestima bajo ningún aspecto. Sin embargo, sí existen datos de que no ha tenido resultado positivo alguno, en estudios estadísticos.

Pero... independientemente de los datos estadísticos formales, los resultados de los talleres de autoestima que yo personalmente he visto a mi alrededor, son:

Niños malcriados, altaneros, desobedientes, pagados de sí mismos, que se creen merecedores de todo, exigentes, groseros, inconformes, egoístas.

Padres y madres inseguros y temerosos de llamar la atención y corregir a sus hijos por temor a “bajarles la autoestima”.

Madres de familia que, engañadas por el mito de “tienes que estar bien contigo misma”, abandonan a sus hijos y a su marido porque los consideran un estorbo para su propia realización. He visto a muchas señoras que en un afán de “sentirse bien con ellas mismas, para luego poder darle al otro”, dejan a sus familias “por un tiempo” y resulta que luego, su egoísmo ha crecido de tal manera, que ya nunca regresan. Se acostumbran a centrar su atención en sí mismas, en sus necesidades, gustos, deseos, preferencias y ya no vuelven jamás.

Cientos de separaciones y divorcios ocasionados por el egoísmo de los cónyuges, a quienes se les ha convencido que si se auto estiman, no tienen por qué permitir que el otro les pida nada. “No es justo que me trate así”, “No es justo que me ignore”, “Yo doy todo y él (ella) no da nada”. Se les ha olvidado, por andar pensando en la autoestima, que el amor matrimonial consiste en entregarse totalmente al otro de manera incondicional (en las buenas y en las malas) y permanente (hasta que la muerte nos separe). Estos matrimonios se quedan en el amor inmaduro del primer encuentro y nunca llegan al amor maduro, del cual Benedicto XVI nos dice: Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca. (Deus Caritas Est n.6)
Este amor maduro, de entrega y olvido de sí mismo, es incompatible con la autoestima, tal como nos la venden hoy en día.

Seminarios que se vacían, porque los talleres de autoestima les han hecho pensar que las reglas de disciplina y obediencia son contrarias a su dignidad.

Comunidades religiosas enfrentadas entre sí, contra los superiores y contra el obispo, por optar por la autosuficiencia (una elevada autoestima) y no por la comunión, porque sería señal de una “baja autoestima”.

Decenas de conferencistas e instructores católicos que temen nombrar a Dios en sus discursos, por su “autoestima”. Por el miedo al qué dirán de ellos, por el miedo a que ya no los escuchen, a que los tachen de "mochos", dejan de darle el lugar a Dios, que es el único que puede solucionar los problemas del hombre.

El Card. Ratzinger nos dice cómo debían ser los discursos católicos: “No buscamos que se nos escuche a nosotros; no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones; lo que queremos es servir al bien de las personas y de la humanidad, dando espacio a Aquél que es la Vida. Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso en favor del Evangelio: "Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibía; si otro viene en su propio nombre, a ese lo recibiréis" (Jn 5, 43). Joseph Ratzinger Conferencia pronunciada en Roma, 10.XII.00.

Estos conferencistas e instructores católicos que temen hablar de Dios, no están pensando en que Dios sea escuchado a través de sus palabras. Su autoestima les preocupa demasiado, sienten terror de que alguien los critique y prefieren eliminar a Dios de sus discursos.

Cientos de apostolados católicos que, exaltando al hombre, han cambiado su identidad y su finalidad evangelizadora de llevar a los hombres a la salvación eterna, por un “humanismo” basado en “la superación personal”, en la “promoción humana”, en "elevar la autoestima de los oyentes", donde los llamados “valores humanos” sustituyen a las virtudes basadas en un amor heroico y desinteresado y, poniendo en el centro a la persona, la hacen crecer de tal manera, que Dios ya no existe dentro de esos apostolados.

El Papa Benedicto XVI muestra su preocupación por estas obras apostólicas que han perdido su identidad cristiana, sustituyendo al hombre (con una elevada autoestima) por Dios:

«De ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas necesidades de su corazón» Benedicto XVI Carta con motivo de la Cuaresma 2006

«Con frecuencia, ante problemas graves, han pensado que primero se debía mejorar la tierra y después pensar en el cielo. La tentación ha sido considerar que, ante necesidades urgentes, en primer lugar se debía actuar cambiando las estructuras externas. Para algunos, la consecuencia de esto ha sido la transformación del cristianismo en moralismo, la sustitución del creer por el hacer. Por eso, mi predecesor de venerada memoria, Juan Pablo II, observó con razón: «La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una “gradual secularización de la salvación”, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral» (Enc. Redemptoris missio), Benedicto XVI Carta con motivo de la Cuaresma 2006

“Lo diré con otras palabras: la tentativa, llevada hasta el extremo, de plasmar las cosas humanas dejando completamente de lado a Dios, nos conduce siempre a lo más hondo del abismo, al desamparo total del hombre”. BXVI en su libro “La Europa de Benito en la crisis de las culturas”

La autoestima es la puerta grande que se ha abierto en la Iglesia a la infiltración de las ideologías de la Nueva Era, que todas tienen algo en común: buscar la autocomplacencia, la autosatisfacción, poner el Yo en el centro, olvidándose de Dios.

Ya hace años S.S. Pablo VI, dijo: "El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia"
Dice "humo", porque el humo es ligero, sutil, penetra fácilmente por cualquier grieta, es difícil taponarlo, impedir su paso, es volátil, se mezcla perfectamente con el aire puro, se respira junto con el aire, aún sin pretender aspirar humo.

El amor a uno mismo, la autoestima, es una grieta ideal para que entre el "humo" de muchas ideologías como las de Freud, Teilhard de Chardin, Hans Küng, Leonardo Boff, Anthony de Mello, Paulo Coelho, Cony Mendez, etc., porque se meten en la mente de los católicos de una manera sutil, refinada, casi imperceptible.

Son ideologías que “suenan bonito” (autoestima, autorrealización, libertad interior, paz interior, bienestar, orden, equilibrio, sentirte bien contigo mismo), pero que son realmente diabólicas, engañosas, embaucadoras, destructoras de la más auténtica esencia del cristianismo que es olvidarse de uno mismo por amor a los otros.

Estas ideologías se mezclan, al igual que el humo con el aire, con la verdadera doctrina, con palabras fáciles de aceptar por las conciencias laxas, y construyen una nueva "doctrina" contaminada con el egoísmo, que gradualmente, va destruyendo el verdadero mensaje de Jesucristo (amor y entrega), hasta apoderarse totalmente de la inteligencia y del corazón del creyente, provocando finalmente el reinado del Yo y la desaparición total de Dios en su vida

Estas han sido las consecuencias de la infiltración de la autoestima dentro de la Iglesia: hombres centrados en sí mismos que creen que ya no necesitan a Dios para alcanzar la felicidad y lo cambian por cualquier cosa que se acomode mejor a sus ideas egoístas.


12. Si tu hijo te dice que no puede, que no vale, ¿tampoco hay que elevarle la autoestima?



La "alta autoestima" y la "baja autoestima", son las dos caras de una misma moneda, que se llama soberbia.

Una alta autoestima es pura soberbia, porque pensar "yo valgo", "yo sirvo" es fruto de verse a sí mismo y compararse con los demás y es llegar a pensar que podemos hacer algo bueno por nosotros mismos, sin Dios.

Una baja autoestima también es pura soberbia, porque el pensar "no valgo”, “no sirvo”, etc" también es fruto de verse sólo a sí mismo.

Un cristiano no se debe contemplar a sí mismo por mucho tiempo, sino sólo lo indispensable para conocerse o para hacer un examen de conciencia, dándose cuenta de que es una minúscula criatura, de los dones que Dios le ha dado y de compararlos contra los frutos que debería estar dando con esos dones. Si es una higuera… debería estar dando higos.

“Tenía un hombre una higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no lo halló. Y dijo al viñador: He aquí hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala”

Un cristiano no debe amarse a sí mismo, sino negarse a sí mismo para ir en busca de los demás. Desprenderse de todo lo suyo para servir, para amar. Quitarse todo lo que le estorba (y lo que más le estorba es su egoísmo) para salir y entregarse a los otros, sin pensar en sí mismo.

A las personas "con baja autoestima"... no debemos decirles "mira como sí vales, sí puedes" porque las haremos meterse más en sí mismas, en la contemplación de su propio y miserable yo. A esas personas hay que empujarlas (o jalarlas) a hacer algo por los demás para sacarlas del oscuro agujero de su egocentrismo, de su autocontemplación y autocompasión... que es pura soberbia.

Que vean que hay gente que los necesita, que dejen de verse a sí mismos y empiecen a ayudar a los demás. Esa es la mejor terapia.

"Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama." (Benedicto XVI Deus Caritas Est n.18)

Así que, de acuerdo con lo que nos dice el Papa, la mejor terapia para “la baja autoestima”, es el servicio a los demás, ayudar al prójimo. De esa manera, el hombre descubrirá lo mucho que le ama Dios.

Negarse a sí mismo no significa decir "no valgo nada" "no soy nada" (eso es "una baja autoestima" que es lo mismo que "una gran soberbia")

Nosotros, como creaturas de Dios valemos muchísimo y eso nadie lo niega. Pero valemos porque Dios nos ama y no porque nosotros nos amemos.

El cristiano no tiene porqué darle un valor a su imagen. Se sabe creatura de Dios. Sabe que todo lo que es y lo que tiene se lo debe a Dios. Perder el tiempo en "formarse una imagen positiva o negativa de sí mismo", NO es cristiano.

En el cristiano, lo bueno que ha recibido de Dios, no le sirve para "formarse una imagen positiva de sí mismo" sino que significa un compromiso, una enorme responsabilidad ante Dios y los hombres.

El auténtico seguidor de Jesucristo, es el que sabe que nada puede sin Él "Sin mí nada podéis hacer", pues lo que haga al margen de Dios es algo que no tiene valor eterno.

El cristiano sabe que no vale por lo que tiene (coches, casas, etc), sabe que tampoco vale por lo que es (guapo, simpático, inteligente), sino que vale porque Dios lo ha amado y por esto puede servir a los demás y a Dios. Está consciente de que "Al final de la vida lo único que queda es lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos los hombres" (P. Marcial Maciel L. C.)

De nada le sirve al hombre decir "yo soy inteligente" "yo soy simpático"... si esa inteligencia y esa simpatía no las utiliza en el servicio de los demás.

Jesús nos lo enseña muy bien en la parábola de los talentos: el que recibió cinco, entregó cinco más, el que recibió dos, entregó dos más, pero… el que se preocupó por “su autoestima” y se guardó para sí el talento, recibió un fuertísimo regaño.

Los talentos que recibe el cristiano no son algo para enorgullecerse y sentirse "con una elevada autoestima". Al contrario... para el cristiano, cada talento es un compromiso, una exigencia: "Al que mucho se le ha dado, mucho se le exigirá"

Así que... si ves que tu hijo tiene muchos talentos, lejos de elogiarlo para que "su autoestima se eleve", lo único que debes elevarle es su grado de entrega a los demás, porque por cada talento recibido se le pedirán frutos.

Si basas la felicidad de tus hijos en sus talentos personales (en su autoestima) le estarás dando una base muy frágil, pues todos hemos visto a guapísimas modelos que quedan desfiguradas, atletas que quedan paralíticos, grandes intelectuales atacados por el Alzheimer, millonarios que quedan en la ruina. ¿En dónde quedará su felicidad si el único cimiento eran sus talentos?


13.Conclusión: La auténtica realización no tiene que ver con la autoestima



La verdadera felicidad no consiste en amarte a ti mismo, sino en saberte amado por Dios y responsable de dar ese amor a los demás.

Si cada día recuerdas que eres un hijo de Dios, que todo lo has recibido de Él y que tienes que entregar cuentas de eso que te han dado, será suficiente para que hagas bien todas las cosas, pero sin dejarte lugar alguno para el orgullo, pues sabrás que Dios es el protagonista de la obra y tú únicamente el encargado de ponerle la escenografía para que Él sea el que brille.

Sabrás que Él es el pintor y tú sólo el pincel, que Él es el escritor y tú sólo la pluma, que Él es el músico y tú eres sólo el violín, que Él es el escultor y tú sólo el cincel. Él es el que merece los aplausos… ¿o acaso has oído a alguien que le aplauda a un pincel, a un violín, a un cincel…?

Pienso que la vida es como un juego de pelota, en el que Dios nos lanza un balón para que se lo pasemos a los otros.

El balón son los talentos que Él nos da, que pueden ser muchos o pocos y que realmente, para el objetivo del juego, que es “pasar el balón a los demás” interesa muy poco si el balón es bonito o feo, grande o pequeño, brillante u opaco. Lo importante es que lo pasemos.

Fomentar la autoestima es algo tan tonto como pensar que, en el juego, Dios me pasa el balón y yo, en lugar de pasárselo a los otros, lo cacho y lo escondo, lo agarro para mí, me lo llevo a mi cuarto, lo limpio, lo contemplo, lo admiro, lo acaricio, lo beso, le aplaudo, lo envuelvo y luego… salgo a presumírselo a los otros, como algo mío, sintiéndome privilegiado y orgulloso "porque Dios me lo lanzó a mí".

¿Qué me dirán los otros?

-Ya lo sabemos, vimos que Dios te lo lanzó, pero… no seas tonto y pásalo ya, que de eso se trata el juego!

No echemos a perder el juego de Dios. Enseñemos a nuestros hijos a pasar el balón, casi sin verlo.

Termino con las palabras que pronunció la más grande de las mujeres, María, nuestra Madre Santísima, expresando las razones de “su autoestima”:

“Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de gozo en Dios mi salvador, porque se ha fijado en la humildad de su esclava. Desde ahora, Bienaventurada me llamarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”

De ella, S.S. Benedicto XVI dice: “María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios y no a ella misma” Deus Caritas est n.41.


Autor: Lucrecia Rego de Planas | Fuente: Catholic.net

miércoles, 27 de agosto de 2014

María y la tentación en el desierto

María y la tentación en el desierto

Madre, hoy siento que mi alma está tan desierta como esta hoja de papel que tengo frente a mí. Trato de escribir una meditación sobre el desierto... Intentando sacar una enseñanza de las tentaciones de Jesús luego de su Bautismo (Mt 4,1-11).
Me llego hasta tu Inmaculado Corazón buscando una respuesta, un camino... Que difícil, Madre, resulta para mi alma hallar caminos en medio del desierto. Ese paisaje monótono y desolado, a veces insípido y otras...otras amargo.

Lo único más cierto y cercano en esta desolación del alma es Tu Corazón... y en Él me refugio, para que el cegador viento de mi desierto no me haga perder el rumbo.
Así me voy, de Tu Mano, al día en que Jesús "fue conducido al desierto por el Espíritu"... y me quedo, esperando tus palabras, tu mirada… tu abrazo...

- Hija mía -susurras en silencio, porque hasta del silencio te sirves para guiarme- lee con atención, medita cada palabra de este pasaje: "Jesús fue conducido" No fue por Él mismo ni se encontró de pronto y por azar en el desierto, sino que "fue conducido" ¿comprendes? ¿puedes ver camino y respuesta en estas palabras?

Con gran pena en el alma te respondo:

- Pues... en verdad, no. ¡Ay perdóname Madre! Tú eres muy clara en explicar, pero yo ¡soy tan lenta en entender!
Tu infinita paciencia no se inmuta sino que, generosa, se despliega ante mí para mostrarme exquisitos tesoros.

-Hija, el Espíritu Santo condujo a Jesús al desierto, pero no lo dejo allí tirado y solo. Le condujo y le acompañó, era uno con Él, aunque distinto. De semejante modo actúa el Espíritu contigo. Te conduce al desierto… Al verte tú en tan desolado sitio no has de pensar que eres olvidada de Dios ¡Nada más lejos de eso! El desierto del alma, luego del fervor de la devoción, es prueba segura de que eres conducida por el Espíritu. Jesús, luego de ser bautizado oyó la voz de su Padre que, desde el cielo, decía: "Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco"... Aquí ves un gozo perfecto del alma seguido por el desierto... y el desierto es puerta, es comienzo, es prueba… Jesús no fue dejado solo, aunque estuvo solo. No fue dejado sin armas porque habría de enfrentar una batalla, no fue dejado sin fuerzas, aunque el hambre se le abalanzó luego de un largo ayuno...
- Oh Madre! Cuánta Sabiduría hay en tus palabras, cuánto me enseñas sobre este tiempo de Jesús en la Tierra… más… aún no comprendo en que se asemeja el desierto de Jesús a mi desierto, a esta sequedad profunda del alma, que no sacia su sed por más que beba, que no haya consuelos ni caminos.
Me abrazas un rato, me calmas... casi que me acunas el alma... y dices:

- Tu alma ha recorrido un largo camino. Tiempos de gozo profundo y alegría perfecta en el corazón de Cristo. Tiempos, luego, de dolor, de soledad, de angustia. Aún durante ese tiempo has tenido serenas alegrías en el alma que mitigaban el dolor y te fortalecían para enfrentarlo. Ahora la intensidad del dolor ha cesado y también siente tu alma que han cesado los consuelos. Aunque agradecida por los bálsamos que aliviaron el dolor, te sientes como perdida por la profundidad del silencio... por la sequedad interior que te asombra y te desarma. Esto, hija, es el desierto al que te ha traído el Espíritu.

¿Y para qué?- te pregunto con las pocas fuerzas que quedan después del largo ayuno del alma.

- Buena pregunta. No es "porqué" sino "para qué". Para que aprendas que, frente a las diversas tentaciones que sufre el alma, porque es en el desierto donde es más tentada, debes imitar a Jesús. Pues es en Su imitación donde hallas el camino hacia la santidad, la cual, es tu verdadero destino. Imitar a Jesús en el desierto es aprender y conocer su enseñanza, su consejo, su vida. Allí encontrarás todas y cada una de las armas que has de emplear para salir victoriosa de cada tentación. Por ello, hija, no ha de entristecerse ni desanimarse tu alma frente a las tentaciones. Nada de eso, sino que ha de recurrir prestamente a la oración. No ha de importarte, hija, si hallas o no consuelo y gusto en ella. La oración es, para tu alma, lo que para el guerrero su armadura. Cimentada tu alma en la oración y alimentada por los Santos Sacramentos, Confesión y Eucaristía, sentirás como, lentamente, vas hallando caminos para alejarte de la tentación… o fuerzas para resistirla sin entrar en diálogo con ella… sentirás que no luchas sola la batalla, sino que Alguien superior a ti potencia las armas y te las alcanza, una a una, a su tiempo...

Recuesto mi cabeza en tu pecho y me abrazas, con ese abrazo maternal que tanto alivia el alma, ese abrazo que está al alcance de cada hijo tuyo, porque nadie se siente huérfano luego de saber que te tiene como Madre...

Continúas...

- Mi querida, como te decía, el desierto no es abandono de Dios para contigo… es purificación del alma. Nunca estarás sola en este trance difícil, siempre estaré contigo. Aunque no lo percibas, aunque creas que me he alejado, aunque mi voz no te llegue por el fuerte silbido de los vientos que agitan tu alma. Que mi Corazón sea tu refugio, hijita. Que en Mi Corazón halles la calma y la serenidad que el mundo o las circunstancias no pueden darte. Te ofrezco mi Inmaculado Corazón como perfecto refugio, donde hallaras abrigo y alimento... desde donde podrás ver los caminos que tu alma necesita. Te ofrezco mi Corazón, hija, hasta que pase el temporal. Aunque afuera arrecie el viento, si te refugias en Mi Corazón podrás soportarlo. Quédate en él, mi querida hija, quédate en él todo el tiempo. Tu alma escuchará, entonces, como en Cana de Galilea: "Haz todo lo que Él te diga". Al final de tu camino, si permaneces en mi Corazón, hallarás esa puertecita por la que entrar al más preciado vergel, al paraíso desde el cual todo desierto te resultará lejano... Hallarás, desde Mi Corazón, el Corazón de Cristo...

En el silencioso amanecer de este día, siento una serena alegría... el sencillo gozo que siente el alma que se encuentra contigo. Con una paz profunda, una paz que parecía tan lejana, te susurro:

- Gracias, Mamita, gracias... por no dejarme sola en ningún desierto, en ningún tiempo, en ningún dolor, gracias...

Y vuelvo a repetirte la jaculatoria de mi Instituto:
"Madre, en Tu Corazón, nuestros corazones, todo lo que estamos haciendo y nos pasa"


Hermana mía, hermano mío que quizás, estás caminando, como yo, por el desierto... no olvides que, aunque arrecie la tempestad, siempre tienes a mano el más seguro de los refugios: El Corazón de Tu Madre.

  • Preguntas o comentarios al autor
  • María Susana Ratero.



    NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón por el amor que siento por Ella."


  • Algo para todos los días: el rosario

    Algo para todos los días: el rosario
    Estamos acostumbrados a ver rosarios colgados en el retrovisor de cada taxi o camión, también es como una moda usarlo en el cuello o bien cargarlo como una pulsera cualquiera. Para muchas personas el rosario es un simple adorno que "se ve bien".

    Un santo sacerdote decía: "un buen cristiano va siempre armado de su rosario". No se trata simplemente de llevarlo para que se vea, sino de usarlo.

    Lo que nos mueve a rezarlo es el ejemplo, creo que todos hemos visto la devoción de alguna persona cuando reza el rosario. Yo pienso en mi papá, siempre que entraba a su cuarto, estaba haciendo ejercicio con el rosario entre las manos. También he visto a miles de personas rezar el rosario, viviendo con mucha devoción y silencio interior. Porque el rosario es ante todo una oración contemplativa y no puede vivirse si falta el silencio interior.

    El rosario es y ha sido durante años la oración que la Iglesia dirige a María. No se trata de repetir lo mismo, al decir las Ave Maria nos dejamos guiar por las manos de la Virgen, meditando los misterios alegres, luminosos, dolorosos y gloriosos.

    El Rosario está todo entretejido de la vida de Cristo. Primero se enuncia el misterio, sigue la oración que Él enseñó a sus discípulos, la primera parte del Avemaría, recuerdan las primeras palabras del ángel a María, "la llena de gracia". La segunda parte del Avemaría es como la respuesta de los hijos que, dirigiéndose suplicantes a la Madre, le piden con insistencia "ruega por nosotros los pecadores".

    Octubre es el mes de María, mes que podemos dedicar a recorrer con María los misterios de la vida de su Hijo. Es sobre todo un tiempo para contagiar a los demás de está oración, como decía el Papa: "para ser apóstoles del Rosario es necesario tener experiencia en primera persona de la belleza y profundidad de esta oración, sencilla y accesible a todos".

    Este mes traerá muchos acontecimientos importantes, también celebraremos la memoria del beato Juan Pablo II, un Papa totalmente consagrado a Jesús por medio de María, como lo manifestaba claramente su lema: «Totus tuus». Fue elegido en el mes del Rosario, y el Rosario, que con frecuencia llevaba entre sus manos, se convirtió en su oración predilecta. Ojalá podamos nosotros también llevar con frecuencia en nuestras manos el rosario y dejar que Ella nos conceda decisión y alegría, para "hacer del Rosario nuestra oración de todos los días".
    Autor: Mariano Hernández



     

    viernes, 22 de agosto de 2014

    El perdón y la deuda del amor


    Solemos considerar el perdón como un deber cristiano, basado en el perdón que recibimos de Dios. Pensamos también que, mientras que al Dios todopoderoso el perdón debe resultarle fácil, a nosotros, al menos a veces, nos resulta extraordinariamente difícil, si no imposible. En este modo de pensar el perdón (fácil) de Dios se da casi por descontado, con sólo cumplir ciertas condiciones; mientras que el perdonar nosotros se nos antoja un deber cuesta arriba, de difícl cumplimiento. El hecho de que los sentimientos negativos que acompañan a la ofensa recibida no desaparezcan enseguida, sino que tengan una cierta inercia temporal, aunque exista la voluntad de perdón, hace que muchos digan: “yo quisiera perdonar, pero no puedo”.
    La Palabra hoy pone de relieve el perdón, pero no desde nuestra perspectiva (el perdón “a los que nos ofenden”, como decimos en el Padrenuestro), sino desde la perspectiva de Dios. Y es que, realmente, sin tener en cuenta ese perdón de Dios hacia nosotros, considerado detenidamente, es imposible entender el perdón a los que nos han ofendido. Y la consideración de este perdón de Dios, a la luz de la Palabra que nos ilumina hoy, nos ayuda a deshacer algún equívoco en la comprensión y en la experiencia de este don extraordinario.
    El perdón es una posibilidad nueva, pues no se cuenta entre las variables normalmente consideradas en situación de conflicto. La ofensa, el daño, la injusticia “claman al cielo” pidiendo reparación y venganza. Existe una dinámica perversa que multiplica los efectos de esa negatividad, hasta hacer de ella una fuerza destructiva no sólo del ofensor, sino también del ofendido, pues en esta dinámica se alcanza con facilidad un punto álgido en el que ya no es posible discernir al ofensor del ofendido. El mal llama al mal, la violencia a la violencia, la ofensa a la respuesta adecuada, y, de este modo, todos acaban resultando ofensores y ofendidos. Sólo el perdón es capaz de romper esta dinámica diabólica y destructiva. Pero, ¿de dónde recabar la fuerza para detener esa tempestad de malos sentimientos?
    En el Antiguo Testamento el perdón de Dios como reacción a los pecados del pueblo aparece siempre como por sorpresa, como una decisión casi ilógica ante una situación que pide castigo y destrucción. El perdón resulta ser una posibilidad “nueva”, inesperada, con la novedad del que “en el principio creó los cielos y la tierra” (Gen 1,1), del que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5). El perdón es una manifestación del poder creador de Dios, capaz de sacar toda la riqueza del ser de la nada, y de recrear la bondad de lo creado, cuando en ella comparece el misterio del mal que es el pecado. Si el perdón es un poder creador y recreador, sólo se puede entender de verdad como algo en último término procedente de Dios.
    El primer rasgo que descubrimos en este poder divino es su carácter gratuito y sin condiciones, en paralelo a la gratuidad de la creación de la nada. No es cierto que el perdón sea algo que Dios concede “a condición” de que se cumplan ciertos requisitos. En el texto del libro de Samuel, el profeta Natán acusa abiertamente a David de su terrible pecado, y éste reacciona reconociéndolo. Pero no es el reconocimiento la causa del perdón. El profeta no le dice al arrepentido David, “ya que has reconocido tu pecado, el Señor te perdona”, sino “el Señor yaha perdonado tu pecado”. El “he pecado contra el Señor” no es condición del perdón sino sólo la expresión de su acogida. Así como el pecado sólo es posible donde hay libertad, el perdón incondicional de Dios puede ser libremente acogido o rechazado por el hombre.
    Al reconocer el propio pecado nos abrimos al poder del perdón ya otorgado, que nos sana y recrea. No es ése un reconocimiento fácil. Mirarse con realismo, y nombrar las propias sombras, los defectos, las malas ideas, intenciones y acciones requiere mucho valor. Y más aún si alguien, ejerciendo de profeta, nos denuncia. Ahí lo fácil es mirar para otro lado, o responder buscando excusas, o acusando a otros, a la sociedad, al inconsciente o al mismo profeta (“¿quién se habrá creído éste?”, solemos decir). De todos es sabido que el alcohólico y el drogadicto no ingresan en el camino de la rehabilitación hasta que no se dicen a sí mismos “soy un alcohólico, un drogadicto”. Lo mismo ocurre con los demás pecados. Y el pecado existe. Es inútil que pretendamos escabullirnos, declarando su inexistencia, como si fuera verdad ese subjetivismo barato que pretende que “cada uno hace lo que a él le parece bien”. Cuando la verdad es que a diario hacemos con los ojos abiertos lo que a nosotros mismos nos parece mal. Para comprobar la estafa de ese burdo subjetivismo (que nos predican machaconamente algunos periodistas, políticos y hasta pedagogos) basta con ver cómo esos mismos predicadores y todos nosotros estamos prontos a acusar a los demás de los más variados pecados (aunque evitando cuidadosamente esa molesta palabra) personales, sociales o económicos. Tal vez nunca antes en la historia se hizo una profesión tan amplia de tolerancia moral, al tiempo que se van multiplicando las actitudes de “tolerancia cero” hacia ciertos comportamientos, tratando de corregir los efectos perversos de esta cultura sin pecado.
    Si, pues, reconocemos con más o menos eufemismos, la realidad del mal y del pecado, ¿no deberíamos estar dispuestos a reconocerlo en nosotros mismos, con el coraje de confesar que no somos perfectos ni del todo buenos? Porque cuando lo hacemos así, sobre todo cuando acudimos al sacramento de la reconciliación, estamos abriéndonos a esa posibilidad sorpresiva, gratuita, inmerecida, pero recreadora y nueva que es el perdón.
    Posiblemente no haya peor pecado que el declararse libre de ellos, al tiempo que se acusa sin misericordia a los demás. Es el caso del anfitrión de Jesús, el fariseo Simón. El que incluso se indique su nombre habla de una cierta familiaridad con Jesús, del que se sentía discípulo ya que lo reconocía como Maestro. Pero Simón es de esos discípulos asentados en la seguridad de ser “buena persona”, gente de principios y, por tanto, muy dado a marcar distancias con los pecadores “oficiales”, como “esa” mujer. La cuestión es que, grandes o pequeños, socialmente visibles o celosamente encubiertos por nuestro estatus social, cada uno ha de reconocer ante Dios sus propios pecados, sus debilidades, su imperfección y, en el fondo, la necesidad que tiene de la misericordia y el amor del Dios, que nos ha creado sin nosotros, y el único que nos puede salvar, pero no sin nosotros, como recuerda san Agustín. Nuestro discipulado y nuestra amistad con Jesús pueden reducirse a un trato correcto y formal, pero en el que nuestro corazón permanece cerrado. Abrimos las puertas de nuestra casa a Jesús, pero no le permitimos que entre de verdad en nuestra vida, no nos consideramos necesitados de salvación, tal vez porque consideramos que la tenemos garantizada como un derecho, ya que somos tan buenas personas.
    Todo lo contrario sucede con la pecadora pública de aquella ciudad. En sus muestras de arrepentimiento se expresan todos los gestos de bienvenida propios de la cultura oriental: el agua para lavar los pies del polvo del camino, el beso de acogida, el perfume en la cabeza. Jesús le recuerda al fariseo Simón quién lo ha acogido de corazón y no sólo de modo formal.
    En el tenor del texto se puede dar el malentendido de pensar que la mujer obtiene el perdónporque muestra mucho amor. Esto estaría en contradicción con lo dicho sobre David, pero también en la pequeña parábola con la que Jesús corrige a Simón: muestra más amor el deudor al que más se le ha perdonado. No es que la mujer obtenga el perdón a causa del mucho amor que muestra, sino que, por el contrario, muestra mucho amor porque se le ha perdonado mucho. El perdón incondicional ya otorgado entra en nosotros sanándonos si lo aceptamos y nos abrimos a él; y la sanación se expresa en la gratitud y el amor. El perdón de los grandes pecados y de los aparentemente pequeños nos da un corazón nuevo. Sólo cuando hemos experimentado la gratuidad de un amor que nos perdona y regenera podemos estar en disposición de perdonar nosotros: “perdona nuestras ofensas para que podamos perdonar a los que nos han ofendido”, así se puede entender la petición del Padrenuestro.
    ¿Es verdad que, mientras que a nosotros el perdón nos cuesta lágrimas y sangre, a Dios le resulta muy fácil? Podemos tratar de entenderlo atendiendo a lo que Él nos ha revelado de sí mismo. Y, según esa revelación, sabemos que el perdón de Dios es un don gratuito, pero no “barato”. Como dijo el teólogo luterano Bonhoeffer, existe un “precio de la gracia”. La gracia (que incluye el perdón) es eso, gracia, don; pero no banal ni barata: “habéis sido adquiridos a gran pre­cio” (1 Cor 6, 20), y lo que le ha costado caro a Dios no debe resultarnos barato a nosotros.
    De este alto precio nos habla hoy Pablo, con un exquisito sentido personal que cada uno puede aplicarse a sí mismo: “me amó hasta entregarse por mí”. La muerte de Cristo es el precio que Dios ha pagado por nuestra reconciliación. Si en ocasiones perdonar nos cuesta lágrimas y hasta sangre, pensemos que el perdón que recibimos de Dios gratuitamente no es una mercancía barata, que se puede dar por descontada. Es gratis, sí, pero es cara. “Caro” es lo que cuesta mucho, pero también lo que es muy querido, lo que más valor tiene. Si Dios ha entregado por nosotros lo más querido (a su propio Hijo), podemos entender hasta qué punto le somos caros, hasta qué punto nos ama. El amor que Dios nos tiene, que se traduce en su voluntad de perdón, es lo más valioso que hay en nuestra vida, nuestra posibilidad más alta, lo que nos ayuda a ser nosotros mismos, rehabilitando nuestra dignidad dañada por el pecado. Dios ha pagado un alto precio para hacernos este regalo. ¿No habremos nosotros de responderle abriéndole de par en par las puertas de nuestra casa, con un corazón agradecido, que muestra mucho amor y derrama gratuitamente sobre los demás, como un perfume de suave olor, lo que ha recibido gratis?
     
    José María Vegas
     

    La Mirada De Jesús y Nuestras Miradas


     

    2Sam. 12, 7-10.13; Sal. 31; Gál. 2, 16.19-21; Lc. 7, 36-8, 3
    La mirada de Jesús y nuestras miradas. Vemos una diferencia grande entre la mirada de Jesús y la mirada de aquel fariseo que lo había invitado a comer, como la mirada de los otros convidados después de todo lo sucedido. ¿Y nuestra mirada a cuál se parecerá más?
    Es el primer pensamiento en la reflexión que me hago en torno a este evangelio que hoy se nos ha proclamado. Tal como comienza el relato no parece ser sino otra comida en la que han invitado a Jesús, como sucede en otras ocasiones. Pero ya en otras ocasiones ha sido motivo para que Jesús nos dejara hermosos mensajes. Recordemos cuando los invitados se daban de codazos por conseguir los mejores puestos en torno a la mesa y cómo nos dice Jesús que ese no ha de ser nuestro estilo, ni el de estarnos peleando por puestos principales, ni el de simplemente invitar a los amigos y a quienes pudieran correspondernos invitándonos a su vez a nosotros.
    Hoy las cosas van a ir por otro camino. Una vez que estaban recostados en torno a la mesa, según costumbre y estilo de la época, ‘una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba Jesús comiendo en casa del fariseo vino con un frasco de perfume y colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume’.
    Allí está Simón, el fariseo que lo había invitado, nervioso y observando cuanto sucedía. No se atreve a decir nada pero su mirada lo dice todo. No se atreve a decir nada pero allá está pensando en su interior. ¡Cómo se atreve esta pecadora! ¡Cómo lo permite Jesús si es una pecadora! ‘Si éste fuera profeta… - ¿están aflorando sus dudas? ¿serán sus sospechas maliciosas? ¿serán los juicios ya condenatorios de antemano? - si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora’.
    No lo olvidemos era un fariseo y según sus puritanas ideas aquella mujer pecadora está contaminando con su impureza todo cuanto toque; no olvidemos cuantas purificaciones se hacían cuando llegaban de la plaza, aunque ahora ni agua había ofrecido a Jesús. Allí estaba brotando por sus ojos la malicia de su corazón que no es capaz de ver algo más hondo en cuanto estaba sucediendo.
    Pero la mirada de Jesús era distinta porque estaba viendo lo que realmente había en el corazón de aquella mujer. Quien nos estaba enseñando que Dios es compasivo y misericordioso y nos pedía que fuésemos nosotros compasivos como compasivo y misericordioso es Dios, estaba mostrándonos ahora ese rostro misericordioso de Dios.
    Jesús que conoce cuanto sucede en nuestro corazón, conociendo cuanto estaba pasando por el corazón y el pensamiento de quien lo había invitado a comer le propone una breve parábola. La hemos escuchado. ‘Un prestamista que tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Y como no tenían con qué pagar los perdonó a los dos. ¿cuál de los dos lo amará más?’ La respuesta salió lógica de la boca del fariseo. ‘Supongo que aquel a quien le perdonó más’.
    Y ahora Jesús se vuelve hacia aquella mujer. Aquella mujer que solo llora en silencio. No le escuchamos ninguna palabra. Aquella mujer que no había buscado puestos especiales, sino se había puesto en el lugar de los sirvientes, postrada detrás a los pies de Jesús, y realizando aquello que quizá a través de sus sirvientes Simón le tenía que haber ofrecido a Jesús en el nombre de la hospitalidad. No lo había hecho Simón; lo estaba haciendo aquella mujer a quien el fariseo consideraba indigna, pero que en la enseñanza de Jesús sería la primera, porque había aprendido a ponerse en el ultimo lugar, a ocupar el lugar de los que sirven.
    Allí estaba Jesús, el Maestro y el Señor; el que viene a levantar y a redimir le está devolviendo la dignidad a aquella mujer; el que sabe valorar cuanto amor hay en el corazón de aquella mujer que aunque muy pecadora, sin embargo había sido capaz de amar mucho. ‘Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor’. ¡Qué hermosa la mirada de Jesús! ¡Qué grande es el corazón de Cristo! ‘Tus pecados están perdonados’, le dice a aquella mujer.
    Pero todavía hay por allí algunos que siguen con la mirada de la desconfianza, de la incredulidad, del juicio y la condena que no entienden de misericordia y de perdón. ‘Los demás convidados comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona pecados?’ La cerrazón de sus corazones les impide abrir los ojos para descubrir el amor, para descubrir el rostro misericordioso de Dios que allí se está manifestando.
    Y como nos preguntábamos ya desde el principio ¿cuál es nuestra mirada? Seguro que ahora diremos que nuestra mirada tiene que ser como la de Jesús. Ojalá aprendamos la lección y aprendamos a mirar con una mirada como la de Jesús, porque tenemos que reconocer que no ha sido así muchas veces en nuestra vida. Seamos sinceros ¿cómo miramos habitualmente a los demás?
    Con cuánta desconfianza miramos tantas veces a los que nos rodean; cuántas veces aparece esa desconfianza o hasta esa sospecha ante quien pueda aparecer de manera inesperada en nuestra vida; cuántas veces seguimos marcando con el sambenito de la duda y de la culpa a quien en un momento quizá tuvo un tropiezo en su vida e hizo quizá lo que no era bueno, y nosotros seguimos desconfiando y pensando que sigue siendo igual; cuánto nos cuesta dar una oportunidad al caído para levantarse y redimirse. Quizá hasta tenemos miedo de tocar con nuestra mano a aquel pobre a quien vamos a dar una limosna o no me quiero mezclar con aquellos que tienen tan mala apariencia.
    Qué fácil nos es acusar y condenar con nuestro juicio y con nuestra crítica a cualquiera que se cruce en nuestra vida porque quizá nos cae mal o no nos es tan simpático o tiene mala presencia. Muchas veces tomamos posturas distantes ante los que nos parece que no son de los nuestros o tienen otra manera de pensar y con ellos no queremos hacer migas. Cómo nos cuesta perdonar a quien nos haya podido molestar en un momento determinado y cómo se guardan los rencores y los resentimientos. Cómo seguimos pensando que aquella persona no puede cambiar y no le damos una oportunidad ni le tendemos la mano para ayudarla a levantarse.
    Jesús no le preguntó a la mujer ni le echó en cara por qué había caído en aquella situación de pecado. La mirada de Jesús fue una mirada llena de amor, una mirada que era como una mano tendida para levantarse, para darle como un plus de confianza, para hacerle sentir que su vida podía ser distinta, para que comenzara una nueva vida, para que comenzara a valorarse dentro de sí misma. La mirada de Jesús era una mirada de amor y de paz que inundaría de ese amor y de esa paz el corazón de aquella mujer.
    Es la mirada que tenemos nosotros que aprender a tener para dar confianza, para despertar esperanza, para llenar de paz los corazones, para que en verdad se sientan perdonados y transformados, para que puedan valorarse a sí mismos creyendo que pueden comenzar una vida nueva; somos nosotros los que ahora tenemos que ir mostrando con nuestro amor, con nuestra comprensión, con nuestro corazón lleno de misericordia y amor el corazón misericordioso de Dios.
    ¿Cambiará nuestra mirada, la forma de acercarnos y de amar a los demás?
     
    Comentario Enviado por el Sacerdote - Presbítero Carmelo Hernández desde Tenerife España.