Había una vez un hombre muy pobre. Era bueno. Y todos los días se esforzaba por
rezar. Para él Dios no era una divinidad azteca, hambriento de sangre, de carnes
humanas, de sacrificios reparadores. Vivía y rezaba con sencillez. Todos los
días, al atardecer, cuando el sol juega con el horizonte, abría un enorme libro
de devociones y deshojaba muchas páginas. Luego se acostaba. Siempre la misma
operación.
Un buen día, nuestro hombre tuvo que viajar a otra ciudad.
Entre las prisas, se le había olvidado el libro de oraciones. Llegó la tarde y
su alma se inquietó. ¿Qué hacer? ¿Cómo conciliar el sueño sin haber rezado en
ese día? Quizás por el nerviosismo no pudo recordar ninguna oración. Sólo sabía
de memoria su nombre y el de su calle.
Entonces miró a un crucifijo. Como
era buen cristiano y sencillo como el pan, se volvió al Cristo y le dijo:
“Señor, he perdido el libro de mis devociones. Tú sabes que soy un burro y que
nunca he logrado usar mi memoria. Si te parece bien, voy a recitar tres veces el
alfabeto. Entonces Tú vas juntando las letras y formas las palabras que más te
gusten. Lo voy a decir despacio, no te preocupes, para darte tiempo”. Y comenzó:
A-B-C-CH-D...
Por supuesto que el Señor escuchó, como nunca había
escuchado esta oración. Y Dios sonrió. Porque esta vez la oración había sido más
sencilla.
Esto no quiere decir que debemos quemar todos los libros de
oración. ¡No! Muchas veces lo que leemos es experiencia de oración. Esas páginas
son caminos, son mapas que ya otros han recorrido. Son derroteros de tesoros ya
encontrados. Siempre se puede aprender. Lo que este buen hombre desmemoriado nos
enseña es la sencillez y la espontaneidad en la oración.
¡Qué sencillo
es orar!
Decía una santita muy querida por todos: “Para mí, la oración
es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito
de agradecimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de
la alegría”.
¿A que nunca te has planteado en rezar siempre y en cada
instante? ¡Con lo fácil que es! Se puede. Seguro que desde la Primaria o en la
catequesis te han dicho que rezar es ser amigo de Dios, que la oración es un
camino, un medio, un sendero que conduce a la razón esencial de nuestra
existencia: la unión con Dios. Que es estar amando a Dios y Dios amándonos a
nosotros.
Todo eso está muy bien y es verdad, pero o no me lo acabo de
creer o se hace demasiado difícil, porque estar con Lupita es diverso que estar
con Dios, a quien no veo.
Rezar es como saltar en paracaídas. Las dos
cosas requieren esfuerzo, tensión y superarse a sí mismo. Para el salto, tengo
que dejar la seguridad de la cabina para saltar al vacío. ¡Vértigo! Hay que
saltar al abismo, confiando sólo en unas cuerdas, en el paracaídas y en mi
entrenamiento. Una vez fuera, llega el primer desplome y la primera recompensa:
la delicia de volar, de planear. Luego, el jalón y un gran tirón. Sensación
indescriptible, un balanceo y la dicha de "recobrar" la vida como un
regalo.
En la oración hay que salir también de la cabina segura y
agradable del propio yo; hay que desprenderse de las propias seguridades, del
sujetarse a las cosas y arrancarse de cuajo. Hay que saltar. Y sin embargo, el
paracaídas de Dios siempre se abre. Rezar es entregarse a la voluntad de Dios.
Es ponerse en sus manos y abrirse a su Providencia. Más que palabras, rezar es
saltar y moverse en el espacio de Dios, porque el paracaídas de Dios siempre se
abre.
¡Qué fácil es rezar! Se puede hacer a cada hora, en cada momento.
Cualquier movimiento hacia Dios: un deseo, un gemido, un recuerdo, una alegría,
una sufrimiento, puede ser oración.
Orar es propio del corazón: consiste
en querer siempre y en todo lo que Dios quiere. ¡Qué fácil y qué difícil al
mismo tiempo! Y esa es la única manera de rezar siempre, la que más le agrada a
Dios.
Y se puede rezar siempre, porque siempre hay línea directa con
Dios. Basta marcar los números del amor. Para rezar basta una mente que crea y
un corazón que ame. ¿Podemos dejar de respirar? La oración son los pulmones del
alma.
En tus alegrías, da gracias a Dios. En tus penas, ofréceselas a
Dios por amor a él. En tus trabajos, hazlo todo siempre con buena intención. En
tus pecados, pide perdón. Y en tu trato con los demás, ten espíritu de
servicio.
En cualquier salto de la vida, recuerda siempre que el
paracaídas de Dios siempre se abre.
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