Iniciamos un proyecto. Dudas, discusiones, trabajos. Al final, algo inicia en el mundo. Quizá es una casa, o un libro, o una empresa, o simplemente un cuadro.
El tiempo pasa. Las casas se destruyen. Los libros quedan en el olvido de bibliotecas invadidas por el polvo. Las empresas quiebran. El cuadro ha sido quemado por los nuevos compradores del apartamento.
Hay cosas que sirven no sólo para el tiempo, sino para lo eterno. Cuando damos de comer al hambriento, ayudamos a una persona concreta en un momento determinado. Hemos trabajado para el tiempo. Pero también para lo eterno, pues lo que nace del mundo del amor arranca en el tiempo y llega hasta el Reino de los cielos.
La mejor manera de "invertir" la vida consiste en trabajar durante este tiempo mudable e inquieto por aquello que no acaba.
Lo sabemos por el Evangelio: hay comidas que alimentan mientras caminamos por el desierto pero no permiten huir del drama de la muerte. Pero existe una comida, un Pan vivo, que nos lleva hacia la vida eterna. "Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,49-51).
La ley del Evangelio nos invita a vivir como Cristo: dar la vida para tenerla de nuevo (cf. Jn 10,17-18). Sólo cuando sirvamos al necesitado, cuando abramos el corazón al pobre y enfermo, cuando ayudemos a quien nos pide un poco de ternura y de afecto, estaremos en ese camino que une el tiempo con lo eterno (cf. Mt 25,31-46).
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