“Y una lucecita que apenas se ve
cuando estoy a solas va diciéndome
que no
soy yo, que aun no soy yo”.
Reflexionamos sobre estos versos de una
famosa canción. Hay algo en nuestros corazones que nos interroga continuamente,
que nos pone ante lo que hacemos, lo que nos preocupa, lo que queremos, lo que
soñamos, y nos dice que todavía hay que caminar, hay que conquistar nuevas
metas, hay que ir hacia montañas lejanas.
No somos nunca en plenitud lo
que quisiéramos ser. Ese es uno de nuestros grandes problemas. A la vez, ese
problema es una gran esperanza: lo más triste en la vida es sentarse sobre lo
alcanzado sin ninguna ilusión por superarse, porque hemos sepultado esa ilusión
como si se tratase sólo de algo transitorio, de un síntoma de la
adolescencia.
Pero con más profundidad que esa inquietud interna, que esa
insatisfacción por lo que puede ser lo monótono de cada día, nos toca, nos
ilusiona, nos proyecta, esa mirada, esa cercanía de un Dios que desea la vida,
la plenitud, la felicidad, la superación de cada uno de sus hijos.
Hay
momentos en los que esa mirada se hace más fuerte, más intensa. Un
acontecimiento, la sonrisa inesperada de quien pensábamos era enemigo, la
llamada por teléfono de mamá o de papá que nos vuelven a recordar que somos
hijos y que podemos ser buenos, la noticia de un acontecimiento imprevisto que
cambia nuestros planes y nos recuerda lo caduco que es todo aquí
abajo.
La vida da muchas vueltas, y nosotros, en ella, nos sentimos a
veces arrastrados por las circunstancias. Dejamos de lado lo esencial y perdemos
de vista el horizonte, la plenitud que nos espera. Mientras, a lo largo del
camino, una lucecita nos sigue diciendo, con respeto, pero con insistencia, que
no acabamos de ser lo que Dios desea de nosotros, que nos falta mucho para
mirarnos en el Sagrario y alcanzar esa plenitud a la que nos invita Jesús de
Nazaret, Hombre perfecto y Dios amigo.
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