Dn 3, 14-20.91-92.95
Jn 8, 31-42
Durante toda la Cuaresma la Iglesia
nos ha ido preparando para encontrarnos con el misterio de la Pascua, que es el
juicio que Dios hace del mundo, el juicio con el cual Dios señala el bien y el
mal del mundo. La Pascua no es solamente el final de la pasión; la Pascua es la
proclamación de Cristo como juez del universo. Un juez que, por ser juez del
universo, pone a sus pies a todos: sus amigos, que pueden ser los que le han
servido; y a sus enemigos, que pueden ser los que no le han servido.
El
juicio que Dios hace del hombre dependerá de cómo el hombre se ha comportado con
Cristo. Ser conscientes de esto es, al mismo tiempo, dejar entrar en nuestro
corazón la pregunta de cuál es la opción fundamental de nuestras vidas.
Escuchábamos en la narración del Libro de Daniel, que los tres jóvenes
son salvados del horno del fuego ardiente por el ángel del Señor. Yo creo que lo
fundamental de esta narración es la reflexión final: “Bendito sea el Dios de
Sadrak, Mesak y Abed Negó, que ha enviado a su ángel para librar a sus siervos
que, confiando en él, desobedecieron la orden del rey y expusieron su vida antes
que servir y a adorar a un dios extraño”.
Éste es el punto más
importante: el ser capaz de juzgar nuestra vida de tal forma que nuestros actos
se vean discriminados según nuestra opción por Dios. O sea, Dios como criterio
primero, y no al revés. Que nuestra forma de afrontar la vida, nuestra forma de
pensar, de juzgar a las personas, de entender los acontecimientos, no se vean
discriminadas por «lo que a mí me parecería» , es decir, por un criterio
subjetivo.
Esta situación debe ser para todos nosotros punto de examen
de conciencia, sobre todo de cara a la Pascua del Señor, para ver si
efectivamente nuestra vida está decidida por Dios. La cruz se convierte así,
para cada uno de nosotros, en el punto de juicio, el punto al cual todos tenemos
que llegar para ver si mi vida está o no decidida por Cristo nuestro Señor.
Cristo en la cruz apuesta todo por nosotros. Cristo en la cruz pone todo
por nosotros. Cristo en la cruz se entrega totalmente a nosotros. La cruz de
Cristo se convierte en punto de juicio para nosotros: Si Él nos ha dado tanto,
¿nosotros qué damos? Si Él ha sido tanto para nosotros, ¿nosotros qué somos para
Él? Si Él ha vivido de esa manera con nosotros y para nosotros, ¿nosotros cómo
vivimos para Él?
Jesús, en el Evangelio, pide a los judíos que le
escuchaban que examinen quién es su Padre. Ellos le dicen: “Nosotros tenemos por
padre a Dios”. Pero Jesús les contesta que no es verdad, porque les dice: “Si
Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios;
no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado”.
Cuando nuestra
vida choca con la cruz, cuando nuestra vida choca con los criterios cristianos,
tenemos que preguntarnos: ¿Quién es mi padre?; no ¿cuál es mi título?; no ¿cuál
es la etiqueta que yo traigo puesta en mi vida? ¿Cuál es el fruto que da en mi
vida la opción por Cristo? ¿Qué es lo que realmente brota en mi vida de mi
opción por Cristo? Porque ése es verdaderamente el origen de mi existencia.
Jesús dice a los de su época que ellos no son los hijos de Abraham;
porque el fruto de Abraham sería una opción definitiva por Dios, hasta el punto
de ser capaz de arriesgar el propio interior, el propio juicio para seguir a
Dios. Recordemos que Abraham puso, incluso lo ilógico de la orden de Dios de
matar a su propio hijo, para obedecer a Dios.
Cristo y su cruz se
convierten en un reclamo para cada uno de nosotros: ¿quién eres Tú? El misterio
Pascual es para todos nosotros una llamada. No me puedo quedar nada más en los
ritos exteriores. ¿Cuál es la obra que me está diciendo a mí si opto por Cristo
o no? Mi comportamiento cristiano, mi compromiso cristiano, mi opción definitiva
por Jesucristo es donde puedo ver quién es verdaderamente mi Padre, allí es
donde sé quién es auténticamente el Señor de mi vida.
Cuando los judíos
le responden a Jesús: “Nosotros no somos hijos de prostitución, no tenemos más
padre que Dios”, están tocando un tema muy típico de toda la Escritura: la
relación con Dios. El pueblo de Dios como un pueblo amado, un pueblo fiel, un
pueblo esposo de Dios. Por eso dicen: “no somos hijos de prostitución, no somos
hijos de adulterio, somos hijos genuinos de Dios”.
Pero Cristo les
responde: “Si Dios fuera su Padre me amarían a mí[...]”. Si realmente fuesen un
pueblo esposo de Dios, me amarían a mí. Si realmente fuesen un pueblo fiel a
Dios, un pueblo que nace del amor esponsal a Dios, amarían a Cristo.
Podría ser que en nuestra alma hubiese algunos campos en los que todavía
Cristo nuestro Señor no es el vencedor victorioso, no es el esposo fiel. ¿No
podría haber campos en nuestra vida, rasgos en nuestra alma, en los que por
egoísmo, por falta de generosidad, por pereza, por frialdad, nuestra alma
todavía no corriese al ritmo de Dios, no estuviese alimentándose de la vida de
Dios, no estuviese nutriéndose de la opción fundamental, definitiva, única,
exclusiva por Dios nuestro Señor?
La Semana Santa es un período de
reflexión muy importante. Un período que nos va a mostrar a un Cristo que se
ofrece a nosotros; un Cristo que se hace obediente por nosotros; un Cristo que
es la garantía del amor esponsal de Dios por su pueblo. Un Cristo que reclama de
cada uno de nosotros el amor fiel, el amor de don total del corazón hecho obras,
manifestado en un comportamiento realmente cristiano. El misterio pascual es la
raya que define si soy alguien que vive de Dios, o soy alguien que vive de sí
mismo.
Jesucristo, en la Eucaristía, viene a redimirnos de esto.
Jesucristo quiere darnos la Eucaristía para que de nuevo en esa unión íntima del
Creador, del Señor, del Redentor con el alma cristiana, se produzca la opción
fuerte, definitiva, amorosa por Dios.
Pidámosle que esta opción llegue a
iluminar todos los campos de nuestra vida. Que ilumine nuestro interior, que
ilumine nuestra alma, que ilumine también nuestra vida social, nuestra vida
familiar, y, sobre todo, que ilumine nuestra libertad para que optemos
definitivamente, sin ninguna cadena, por aquello que únicamente nos hace libres:
el amor de Dios.
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