¡Qué difícil es tomar una decisión cuando por un lado sentimos nuestra
debilidad, pereza y egoísmo y por el otro lado escuchamos la voz de Dios que nos
invita a hacer algo por los demás! Después de los 40 días de Cuaresma debemos
tomar una decisión: ¿Qué hacer en esta Semana Santa? Se nos presentan 3
alternativas.
La primera es la más atractiva y placentera a los ojos
humanos. Es la de aprovechar esos días para descansar, juntarnos con amigos, ir
a la casa de descanso y vivir la Semana Santa tranquilamente, contentándonos
yendo a la Vigilia Pascual o simplemente a la Misa del domingo de Resurrección.
Una segunda alternativa es vivir la Semana Santa en oración. Rezar y
participar en familia en las actividades de la parroquia, asistir a los retiros
y reservar esos días a la contemplación. Es una experiencia maravillosa donde
uno descubre que conocer la teoría del sufrimiento de Cristo, ayuda; pero hacer
de esos días una oración, meditar en cómo Jesús sufrió por nosotros, es una
experiencia muy enriquecedora para darnos cuenta del amor de Cristo por
nosotros.
Una tercera alternativa es sólo para valientes. Ser misioneros
de Cristo, apóstoles y llevar a Dios a todos los rincones de la tierra. No se
necesita ser un gran orador, ni un sacerdote, ni tampoco ser una gran
especialista en las Sagradas Escrituras. Lo único necesario es querer hacerlo y
amar a Dios. Son días maravillosos donde uno se divierte sanamente, se ríe, reza
y ayuda a muchas personas sedientas de Dios.
Recuerdo que a los 14 años
tuve que tomar una decisión. Luego de todo un día caminando entre montañas,
junto a mi terna de misiones, vimos una casa que se refugiaba entre los árboles.
El gran problema era que debíamos cruzar el río para llegar hasta ella, pues no
se veía puente alguno para pasar. Si nos lanzábamos a la misión especial lo más
probable era que llegaríamos tarde al colegio parroquial donde nos esperaba una
rica comida y el descanso merecido por el trabajo del día.
Por otro
lado, sentíamos que debíamos ir. Quizás era una familia que nunca había
escuchado sobre Dios, o un católico que no se había confesado por años. Quizás
vivía un enfermo que nunca recibía visitas o alguien a punto de morir. Nuestra
imaginación no era fantasía; todo se basaba en experiencias pasadas, pero el
hecho es que debíamos tomar una decisión.
Luego de un tiempo, Pedro, el
menor del grupo, dijo: “¿Será que Dios quiere que visitemos esa casa?”. Mis ojos
se iluminaron, les miré animosamente y les dije: “¡vamos!”. Rezamos por unos
momentos, nos lanzamos al agua que nos llegaba a la cintura y comenzamos a
caminar. Luego de unos interminables 15 minutos luchando contra la corriente,
llegamos al otro lado y comenzamos a subir el cerro que nos llevaría a la
esperada casa. Al llegar a la cima nos encontramos con un ateo solitario, amante
de la naturaleza y que ha cada paso nos sorprendía con la explicación de los
diferentes tipo de árboles de su terreno. Esa era su vida y lamentablemente no
quería cambiar. Pero mientras conversábamos, vi a lo lejos otro gran pueblo al
otro lado de la montaña y no dudé en preguntarle el nombre de aquel lugar y cómo
podríamos llegar a él.
Al día siguiente emprendimos la expedición. Era
un pueblo católico y muy creyente. Las personas estaban preparadas para recibir
los sacramentos debido al gran esfuerzo de los parroquianos más fervorosos, pero
no tenían a nadie que les administrara los sacramentos. Las últimas misiones en
ese pueblo habían sido 50 años atrás. El último sacerdote que habían visto fue
el párroco del lugar que había muerto hace 23 años. La situación era penosa,
pero los frutos de esa misión quedaron grabados en la historia. Tuvimos más de
150 confesiones, 30 bautizos, 40 primeras Comuniones y 10 matrimonios. Todo en
un día y les prometimos regresar el siguiente año.
Ante las tres
alternativas sólo existe una decisión. La tercera es la más completa ya que
también tiene elementos de la segunda decisión. Preguntémosle a Dios en la
oración: Señor, ¿qué quieres que haga en esta Semana Santa?
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