Sb 2, 1. 12-22
Jn 7, 1-2; 10, 25-30
"Jesucristo -nos dice el
Evangelio-, no es capturado porque todavía no había llegado su hora”. Es éste
uno de los temas que más recurren en San Juan: la hora de Cristo como el momento
de la redención, como el momento en el cual Él va a librarnos a todos de
nuestros pecados. La hora de Cristo es una hora que no es suya, no está impuesta
por Él, sino que es la hora que el Padre le ha impuesto, y mientras no llegue
ese momento, Jesucristo va a vivir, por así decir, libre de sus enemigos; pero
en el momento que esa hora llegue, Jesucristo va a ser entregado a sus enemigos.
Esto nos podría parecer una especie de determinismo o de falta de
libertad, cuando realmente es un sumergirse en la orientación de nuestra
libertad a la adhesión total a Dios. En el caso de Cristo, el hecho de tener que
obedecer a Dios va a significar, en ese momento concreto, escaparse de sus
enemigos: "Todavía no había llegado su hora". Sin embargo, sabremos que después,
cuando llegue su hora, Jesucristo será entregado. Es lo que Jesús dice a los
soldados que van a aprenderlo en el Huerto de los Olivos: "Ésta es vuestra hora
y la del Príncipe de las Tinieblas".
Es una disposición interior que
nosotros tenemos que llegar a tomar: la disposición interior de llegar a aceptar
la hora de Dios sobre nuestra vida. Es decir, aceptar plenamente el camino, el
designio de Dios sobre nuestra vida, lo cual requiere nuestra capacidad de
purificar nuestra voluntad, nuestra capacidad de decir a nuestra voluntad que no
es ella la que tiene que mandar, sino que es Dios nuestro Señor quien lo tiene
que hacer.
Podríamos decir que es la vida la que nos va guiando, porque
aunque nosotros podemos planear unas cosas u otras, a la hora de la hora, es la
vida la que nos va diciendo por dónde tenemos que ir. Nosotros podríamos tener
planes, pero cuántas veces esos planes se rompen, se quebrantan precisamente
cuando nosotros pensaríamos que más falta nos hace que no se quebrantasen. Este
aspecto de nuestra vida requiere que nosotros aprendamos a encontrar y aceptar,
en nuestra voluntad, lo que Dios nos pide, y no como quien se resigna, sino como
quien libremente se ofrece a Dios. La libertad y la voluntad son elementos que
tienen que conectarnos con Dios.
El libro de la Sabiduría habla de "lo
que los malvados dicen entre sí y discurren equivocadamente". Nos dice todos los
planes que tienen contra el hombre justo, cómo están dispuestos a atacarlo, cómo
están dispuestos a romperlo, cómo están dispuestos a matarlo: "Condenémoslo a
muerte ignominiosa, porque dice que hay quien mire por él". Y termina diciendo:
"Así discurren los malvados, pero se engañan; su malicia los ciega. No conocen
los ocultos designios de Dios, no esperan el premio de la virtud, ni creen en la
recompensa de una vida intachable".
No nos dice nada de que al justo se
le vaya a librar de todos esos planes de los malvados, simplemente nos dice que
estos hombres no conocen lo que Dios espera oír de ellos.
Nos podríamos
preguntar: ¿Y el justo que tiene que enfrentarse con esa injusticia de parte de
los malvados? ¿Y el justo que tiene que sufrir todo lo que ellos dicen? Este
aspecto llama a nuestra voluntad a hacerse una pregunta: ¿Realmente mi voluntad
está puesta en Dios, independientemente del «entrecruzarse» de las libertades
humanas, de los ambientes, de las situaciones que nos acaecen? ¿Nuestra
libertad, cada vez que se da cuenta de que Dios llega a la vida, ha aprendido a
abrirse de tal manera al Señor que, en todo momento, acepte y se abrace
libremente a ese misterio que es la presencia de Dios en nuestras vidas?
Quizá ése es el punto más difícil de llegar a entender. Podemos entender
el abrazarnos a determinadas situaciones positivas, incluso algunas negativas,
pero es difícil cuando el alma siente la impotencia, cuando sentimos que el alma
se nos rompe o que nuestra voluntad no termina de obedecernos, no termina de
ubicarnos y orientarnos hacia donde tendríamos nosotros que ir.
Es
precisamente este designio el que tendríamos que controlar, y para lograrlo es
necesario ver en qué lugar nuestra voluntad no está plenamente orientada hacia
Dios.
Sabemos que no es fácil orientar en todo momento la voluntad hacia
Dios, porque basta que algo no salga como nosotros querríamos y de nuevo
volvemos a ser retados, y de nuevo nuestra voluntad vuelve a ser puesta en
cuestionamiento para ver qué vamos a hacer con ella.
El camino de
purificación de nuestra voluntad y de nuestra libertad es la constante sumisión
libre a Dios; el constante abrazarnos al modo concreto en el cual Dios se nos va
presentando en nuestra vida."Salva el Señor la vida de sus siervos; no morirán
quienes en él esperan".
En el fondo, la purificación de nuestra voluntad
tiene este objetivo: esperar en Dios, aunque pueda parecer que alrededor están
las cosas muy difíciles; aunque pueda parecer que todo alrededor es obscuridad,
es dificultad. "Muchas tribulaciones para el justo, pero de todas ellas Dios lo
libra".
Hay veces que nuestra inteligencia no ve más arriba, no sabe por
dónde llevarnos y puede arrastrar a nuestra voluntad y alejarla de Dios. Nuestra
voluntad, aun en medio de las dificultades, de las tribulaciones y de las
pruebas, tiene que ser capaz de entender que solamente quien se abraza a Dios
puede llegar a estar cerca de Él. "El Señor no está lejos de sus fieles". La
fidelidad es obra de nuestra voluntad purificada, puesta totalmente en manos de
Dios nuestro Señor.
Que en este camino de Cuaresma aprendamos a
descubrir esta purificación de nuestra voluntad. Cada uno en su ambiente, en su
lugar, con sus circunstancias. Una purificación de la voluntad que supone el
constante exigirse y llamarse a sí mismo al orden, para ver si en todo momento
estamos viviendo según la hora de Dios o estamos viviendo según nuestra hora;
según la voluntad de Dios o según nuestra voluntad.
Dejemos que el Señor
santifique nuestra voluntad, de tal manera que podamos adherirnos a Él, que
podamos ponernos totalmente en Él en este camino de conversión que es la
Cuaresma, que reclama no solamente una serie de obras de penitencia interior,
sino que reclama, sobre todo, la reestructuración y la reeducación de nuestra
vida hacia Dios.
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