Jr 29, 10-13
Jn 10, 31-42
Ante el testimonio que Jesucristo le
ofrece, ante el testimonio por el cual Él dice de sí mismo: “Soy Hijo de Dios”,
ante el testimonio que le marca como Redentor y Salvador, el cristiano debe
tener fe. La fe se convierte para nosotros en una actitud de vida ante las
diversas situaciones de nuestra existencia; pero sobre todo, la fe se convierte
para nosotros en una luz interior que empieza a regir y a orientar todos
nuestros comportamientos.
La fundamental actitud de la fe se presenta
particularmente importante cuando se acercan la Semana Santa, los días en los
cuales la Iglesia, en una forma más solemne, recuerda la pasión, la muerte y la
resurrección de nuestro Señor. Tres elementos, tres eventos que no son
simplemente «un ser consciente de cuánto ha hecho el Señor por mí», sino que
son, por encima de todo, una llamada muy seria a nuestra actitud interior para
ver si nuestra fe está puesta en Él, que ha muerto y resucitado por nosotros.
Solamente así nosotros vamos a estar, auténtica- mente, celebrando la
Semana Santa; solamente así nosotros vamos a estar encontrándonos con un Cristo
que nos redime, con un Cristo que nos libera. Si por el contrario, nuestra vida
es una vida que no termina de aceptar a Cristo, es una vida que no termina en
aceptar el modo concreto con el cual Jesucristo ha querido llegar a nosotros, la
pregunta es: ¿Qué estoy viviendo como cristiano?
Jesús se me presenta
con esa gran señal, que es su pasión y su resurrección, como el principal gesto
de su entrega y donación a mí. Jesús se me presenta con esa señal para que yo
diga: “creo en ti”. Quién sabe si nosotros tenemos esto profundamente arraigado,
o si nosotros lo que hemos permitido es que en nuestra existencia se vayan poco
a poco arraigando situaciones en las que no estamos dejando entrar la redención
de Jesucristo. Que hayamos permitido situaciones en nuestra relación personal
con Dios, situaciones en la relación personal con la familia o con la sociedad,
que nos van llevando hacia una visión reducida, minusvalorada de nuestra fe
cristiana, y entonces, nos puede parecer exagerado lo que Cristo nos ofrece,
porque la imagen que nosotros tenemos de Cristo es muy reducida.
Solamente la fe profunda, la fe interior, la fe que se abraza y se deja
abrazar por Jesucristo, la fe que por el mismo Cristo permite reorientar
nuestros comportamientos, es la fe que llega a todos los rincones de nuestra
vida y es la que hace que la redención, que es lo que estamos celebrando en la
Pascua, se haga efectiva en nuestra existencia.
Sin embargo, a veces
podemos constatar situaciones en nuestras vidas —como les pasaba a los judíos—
en las cuales Jesucristo puede parecernos demasiado exigente. ¿Por qué hay que
ser tan radical?, ¿por qué hay que ser tan perfeccionista?
Los judíos le
dicen a Jesús: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una
blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios". Esta es una
actitud que recorta a Cristo, y cuántas veces se presenta en nuestras vidas.
La fe tiene que convertirse en vida en mí. Creo que todos nosotros sí
creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios, Luz de Luz, pero la pregunta es: ¿lo
vivimos? ¿Es mi fe capaz de tomar a Cristo en toda su dimensión? ¿O mi fe
recorta a Cristo y se convierte en una especie de reductor de nuestro Señor,
porque así la he acostumbrado, porque así la he vivido, porque así la he
llevado? ¿O a la mejor es porque así me han educado y me da miedo abrirme a ese
Cristo auténtico, pleno, al Cristo que se me ofrece como verdadero redentor de
todas mis debilidades, de todas mis miserias?
Cuando tocamos nuestra
alma y la vemos débil, la vemos con caídas, la vemos miserable ¿hasta qué punto
dejamos que la abrace plenamente Jesucristo nuestro Señor? Cuando palpamos
nuestras debilidades ¿hasta qué punto dejamos que las abrace Cristo nuestro
Redentor? ¿Podemos nosotros decir con confianza la frase del profetas Jeremías:
“El Señor guerrero, poderoso está a mi lado; por eso mis perseguidores caerán
por tierra y no podrán conmigo; quedarán avergonzados de su fracaso, y su
ignominia será eterna e inolvidable”?
¿Que somos débiles...?, lo somos.
¿Que tenemos enemigos exteriores...?, los tenemos. ¿Que tenemos enemigos
interiores...?, es indudable.
Ese enemigo es fundamentalmente el
demonio, pero también somos nosotros mismos, lo que siempre hemos llamado la
carne, que no es otra cosa más que nuestra debilidad ante los problemas, ante
las dificultades, y que se convierte en un grandísimo enemigo del alma.
Dios dice a través de la Escritura: “quedarán avergonzados de su fracaso
y su ignominia será eterna e inolvidable”. ¿Cuando mi fe toca mi propia
debilidad tiende a sentirse más hundida, más debilitada, con menos ganas? ¿O mi
fe, cuando toca la propia debilidad, abraza a Jesucristo nuestro Señor? ¿Es así
mi fe en Cristo? ¿Es así mi fe en Dios? Nos puede suceder a veces que, en el
camino de nuestro crecimiento espiritual, Dios pone, una detrás de otra, una
serie de caídas, a veces graves, a veces menos graves; una serie de debilidades,
a veces superables, a veces no tanto, para que nos abracemos con más fe a Dios
nuestro Señor, para que le podamos decir a Jesucristo que no le recortamos nada
de su influjo en nosotros, para que le podamos decir a Jesucristo que lo
aceptamos tal como es, porque solamente así vamos a ser capaces de superar, de
eliminar y de llevar adelante nuestras debilidades.
Que la Pascua sea un
auténtico encuentro con nuestro Señor. Que no sea simplemente unos ritos que
celebramos por tradición, unas misas a las que vamos, unos actos litúrgicos que
presenciamos. Que realmente la Pascua sea un encuentro con el Señor resucitado,
glorioso, que a través de la Pasión, nos da la liberación, nos da la fe, nos da
la entrega, nos da la totalidad y, sobre todo, nos da la salvación de nuestras
debilidades.
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