En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan
para satisfacer el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero
no sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el
hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4).
En la segunda tentación, el
diablo propone a Jesús el camino del poder: le conduce a lo alto y le ofrece el
dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que
no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la
humildad, del amor (cf. vv. 5-8).
En la tercera tentación, el diablo
propone a Jesús que se arroje del alero del templo de Jerusalén y que haga que
le salve Dios mediante sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para
poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto
al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12).
¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la
propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses,
para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de
ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y
haciéndole parecer superfluo.
Cada uno debería preguntarse: ¿qué
puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?
Superar la
tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle
en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el
primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de
nuevo.
Convertirse, una invitación que escucharemos
muchas veces en Cuaresma,
- significa seguir a Jesús de manera que su
Evangelio sea guía concreta de la vida;
- significa dejar que Dios nos
transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de
nuestra existencia;
- significa reconocer que somos creaturas, que
dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos
ganarla.
Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de
Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano como simple consecuencia del
hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace
en una familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la
opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones
que una cultura secularizada le propone continuamente, frente al juicio crítico
de muchos contemporáneos.
Las pruebas a las que la sociedad actual somete
al cristiano, en efecto, son muchas y tocan la vida personal y social. No es
fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida
cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil
oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en
caso de embarazo indeseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la
selección de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de
dejar de lado la propia fe está siempre presente y la conversión es una
respuesta a Dios que debe ser confirmada varias veces en la vida.
(...)
En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe,
renovemos nuestro empeño en el camino de conversión para superar la
tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio, hacer espacio a
Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana.
La alternativa
entre el cierre en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás
podríamos decir que se corresponde con la alternativa de las tentaciones de
Jesús: o sea, alternativa entre poder humano y amor a la Cruz, entre una
redención vista en el bienestar material sólo y una redención como obra de Dios,
a quien damos la primacía en la existencia.
Convertirse significa
no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la
propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la
fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más
importante.
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