La palabra "cuaresma" deriva del latín: "quadragesima", que quiere decir
precisamente "cuarenta". El pueblo cristiano desde siempre ha vivido con
especial intensidad este período, que precede a la celebración anual de los
misterios de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Este tiempo evoca
antiguos acontecimientos bíblicos de gran simbolismo espiritual: 40 fueron los
años de peregrinación del pueblo de Israel por el desierto hacia la tierra
prometida; 40 los días de permanencia de Moisés en el monte Sinaí, en pleno
desierto, en donde Dios renovó la alianza con su pueblo y le entregó las Tablas
de la Ley; los días que recorrió Elías por el desierto hasta llegar a
encontrarse con el Señor en el monte Horeb, también fueron 40; y 40 los días que
nuestro Señor Jesucristo transcurrió en el desierto orando y ayunando, antes de
iniciar su vida pública, que culminaría en el Calvario, en donde llevaría a
término nuestra redención.
La coincidencia numérica es interesante. Pero
mucho más significativo aún es el marco geográfico en el que tienen lugar todos
estos acontecimientos: el desierto. En la literatura bíblica aparece muy a
menudo el tema del desierto, no sólo como un lugar físico, sino también como un
simbolismo de carácter espiritual. Parecería que Dios tuviera una predilección
especial por este escenario para llevar a cabo sus obras de salvación. Vayamos
juntos al desierto y veámoslo.
Se trata de un lugar árido e inhóspito. No
hay nada, ni lo más elemental. Allí se sufre todo tipo de incomodidades: la sed
y el calor, las inclemencias del tiempo, los cambios bruscos de temperatura, las
molestias de la arena, las privaciones y carencias materiales no ya de las cosas
fútiles, sino también incluso de las más necesarias. El desierto es un paraje
solitario y silencioso. Es lo opuesto al ruido y a la algarabía, al consumismo,
a la molicie, a la vida fácil y placentera de nuestras ciudades modernas. Es
para gente austera y templada.
Por eso, la realidad física del desierto
puede ser como un símbolo de la vida espiritual: es el lugar del desprendimiento
de todo lo superfluo; una invitación a la austeridad y al retorno a lo esencial.
Es allí en donde el hombre experimenta su fragilidad y sus propias limitaciones;
el lugar de la prueba y de la purificación. Pero también el escenario más
apropiado para la búsqueda y el encuentro personal con Dios en la oración, en el
silencio del alma y en la soledad de las creaturas.
El libro del profeta
Oseas nos ofrece un pasaje muy hermoso a este propósito: Dios habla al pueblo de
Israel como a su esposa del alma, que ha sido infiel a su promesa de amor; y la
conduce al desierto para renovar con ella su pacto de amor y fidelidad: "Por
eso, yo voy a seducirla y la llevaré al desierto -dice el Señor- y le hablaré al
corazón... y allí cantará como cantaba en los días de su juventud" (Os 2,
16-17). El desierto se nos presenta como el lugar más apropiado para el
encuentro con el Dios del amor y de la alianza. El ambiente exterior favorece el
recogimiento e invita a la oración. Por eso, antiguamente, los monjes se
retiraban al desierto para hablar y unirse con Dios; a los primeros eremitas y
anacoretas se les llamó con el sugestivo nombre de "padres del
desierto".
Pero el desierto no es poesía, y no hay que interpretarlo en
una clave meramente intimista. Es arduo y difícil, pero necesario. Y nuestra
vida cristiana tiene que pasar necesariamente por el desierto. Es decir, por la
experiencia del silencio y de la soledad, del desprendimiento de las cosas
materiales, del sacrificio y, sobre todo, de la oración y del encuentro íntimo y
personal con Dios. Más aún, todo lo anterior es sólo como una preparación para
que el alma se encuentre a sus anchas con su Creador. A muchos hombres y mujeres
del siglo XXI estas palabras podrían tal vez resultar incómodas, y hasta
incomprensibles. Y no es de extrañar. Pero es un camino por el que tenemos que
entrar si queremos llegar a la Vida.
Sin embargo, todos los seres humanos
-independientemente de nuestro credo, cultura, edad, sexo o condición social-
absolutamente todos, tenemos nuestras horas arduas de aridez y de cansancio, de
fatiga y de derrota; de soledad, de sufrimiento, de desolación y de ceguera
interior. Y todo esto es también el desierto. Y estas horas amargas pueden ser
sinónimo de fecundidad y de vida si sabemos vivirlas unidos a Dios. Entonces sí,
el desierto será el camino que nos lleve hasta la tierra prometida, el lugar
privilegiado para el encuentro con Dios y el escenario de nuestra redención al
lado de Cristo. La experiencia del desierto nos conducirá al gozo pascual de la
resurrección.
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